Era de tipo político-constitucional el último de los motivos que exponía la Real orden de 5 de enero de 1841, de la Regencia provisional española, presidida por el capitán general Baldomero Espartero, para fundamentar su derogación del secular Pase o Uso Foral vasco:
«...Y sobre todo que es incompatible con la unidad constitucional que siempre debe quedar salva por lo dispuesto en la ley de 25 de Octubre de 1839».
La importancia de esta ley fue enorme, transcendental, porque ella fue la clave de toda la transformación política, legal y administrativa del País Vasco, e incluso incidió en sus alteraciones económica y lingüística. Así, los territorios vascos, de su carácter tradicional de autogobernados, «apartados y exentos» en frase de una Real cédula de Felipe IV en el siglo XVII, pasaron gradualmente a provincias de un nuevo Estado español unitario y uniformado. En su artículo primero dicha ley de 1839 establecía: «Se confirman los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía».
En su vertiente política, el argumento que exponía la Real orden era y es tajante y por ello terrible, dramático. Porque si es cierto que el Pase Foral vasco «es incompatible con la unidad constitucional que siempre debe quedar salva por lo dispuesto la ley» citada, eso significa lógicamente que toda norma, todo empeño, lucha o simpatía por la libertad vasca en su propia dimensión, como atributo efectivo de una personalidad —como la que ya contemplaba la tradición del Pase Foral— es, al pie de la letra, incompatible con la unidad constitucional española. Lex vel etiam rex dixit.
Sí, en efecto, se trataba de la lealtad hacia la libertad vasca, al pie de la letra: nótese que el subtítulo o epígrafe-resumen de la citada ley XI del Título I del Fuero de Bizkaia de 1526, sobre el Pase Foral, rezaba: «Las cartas contra la libertad sean obedecidas y no cumplidas»; y así había sido jurada por los sucesivos señores de Bizkaia/reyes de Castilla. En ello consistía la razón de ser de tal institución foral.
Por supuesto que no exageramos en nada, sino que estamos leyendo literalmente una Real orden de 1841 que nunca ha sido derogada y sigue formando parte del ordenamiento jurídico del Estado español.
El mandato de la Regencia española sentaba una doctrina que provocaría con el paso del tiempo su simétrica reacción en los vascos, hasta hoy. Las semillas del enfrentamiento quedaban sembradas: el argumento político que contenía aquella Real orden y constituía su alma, no era otro que la pura consideración de que no caben dos lealtades a la vez, hacia la libertad vasca o hacia la unidad española, que debía ser constitucional. La Real orden imponía por su cuenta la segunda opción. La palabra «incompatible» es muy drástica y estaba sentando una cuestión de principios.
Aquella dureza evocaría con el tiempo, para generaciones de vascos, el eco de una frase evangélica que ellos conocían, una de tantas guías de pensamiento popular: «(Nadie) puede servir a dos señores, porque con el tiempo acabará amando a uno y aborreciendo al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Mt. 6, 24; Le. 16, 13) (La efectividad de una instrucción cristiana básica era proverbial entre vascos, en la época, según testimonios de propios y ajenos; no les sonaba a extraño). Constituye una de las llaves psicológicas para un intento de comprensión de los arcanos (la supuesta conducta misteriosa) que les reputaban. De hecho, los vascos acababan de salir en 1839 de la primera guerra carlista, precisamente con la promesa plasmada en el Abrazo de Bergara, de conservación de los Fueros, que Espartero incumplía. Años después, volvería a alzarse otra guerra carlista (1872-76) en suelo vasco y a su término el primer ministro Cánovas del Castillo proporcionaría con su ley abolitoria plena del 21 de julio de 1876 la mejor comprobación de la extrema incomprensión para mantener los Fueros conforme a sus propios principios dentro de un sistema constitucional español. Después vino todo lo que ha venido.
En cambio, en su vertiente constitucional y jurídica, la Real orden de 1841 se remitía a una ley del 25 de octubre de 1839 que era un caso típico de norma «hermafrodita», ni «macho ni hembra», que ni explica ni delimita su alcance, ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, a gusto de quien la vaya a aplicar. Es precisamente el tipo de norma más peligrosa, en la que caben las traiciones.
Decimos norma «hermafrodita» porque, de un lado, no prohibía los Fueros, ya que comenzaba: «Se confirman...»; más bien parece que prohibía su total derogación (ésta es la que había querido en principio el partido liberal-progresista, y en especial, su clientela urbana donostiarra de la época). Pero, de otro lado, tampoco los protegía, toda vez que concluía diciendo: «... sin perjuicio de la unidad constitucional...». Al no precisar el límite o contenido exacto de la «unidad constitucional», dejaba la cuestión abierta a lo que cada Gobierno sucesivo entendiese, tanto a su benevolencia como a su enemistad.
Los efectos de desprotección pronto se verían. La misma ley de 1839 contenía otro artículo segundo en el que disponía el modo en que debería llevarse a cabo el mensaje «hermafrodita» de su primero. Decía así:
«El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá á las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados fueros reclame el interés de las mismas, conciliado con el general de la nación y de la Constitución de la monarquía, resolviendo entre tanto provisionalmente, y en la forma y sentido expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes».
De todo esto, la Regencia provisional que presidía Espartero no llevó a cabo prácticamente nada. No propuso a las Cortes nada sobre la Real orden derogatoria del 5 de enero de 1841 que examinamos, ya que aquéllas se hallaban disueltas en esa fecha, a la espera de elecciones. Tampoco había podido conciliar para enero de 1841 nada con los comisionados de los territorios forales porque éstos no se avenían a sacrificar sus Fueros —con toda lógica—; sólo los navarros cederían poco después en la Ley Paccionada del 16 de agosto del mismo 1841, negociada con una Diputación Provincial navarra que era la única, de las cuatro aludidas en la ley de 1839, que en 1840 no se hallaba elegida ni constituida conforme a su Fuero, sino al nuevo sistema constitucional de sufragio restringido.
Únicamente usó la Regencia de la última cláusula del artículo 2 visto de la ley 25.10.39, sobre «dudas y dificultades», para solventar el incidente que le había presentado la Diputación Foral de Bizkaia sobre la actuación antiforal del juez Bárcena en Bilbao, resolviéndolo contra el Pase Foral. En efecto, el «caso Bárcena Mendieta», a quien apoyó Espartero, como vimos, le vino a la Regencia como el clavito que suelta la herradura del caballo que derribaría el Pase Foral y llevaría a la liquidación del autogobierno vasco.
Años más tarde, una sentencia del Tribunal Supremo sobre cuestión de competencia, del 18 de setiembre de 1860, llegaba a dilucidar que «las leyes no pueden ser derogadas por Reales órdenes» (Gaceta de Madrid, 21-9-60). Pero Espartero lo había hecho contra una ley foral de siglos. Otra sentencia anterior del 3 de noviembre de 1853, había sentado que «no pudiendo derogarse las leyes con Reales órdenes, deben entenderse las que se expidan, sin perjuicio de lo prescrito en aquellas, y resolverse en consonancia cualquiera duda que ofrezca su contexto».
Palabras sobre palabras. Por debajo de la apariencia de legalidad de la Real orden de 1841, y de su anómala consulta previa al Tribunal Supremo, lo cierto es que lo único en que coincidía con esa jurisprudencia posterior y con el artículo 2 de la ley previa de 1839 era en haber tirado por la calle de en medio ante casos de duda. La Regencia podía haber resuelto de otro modo sin derogar el Pase Foral, pero no quiso hacerlo así. Quiso ir a derribar, según era el pensamiento de su partido liberal-progresista en su época.
De hecho, hubo más tarde otros decretos aún más duros de Espartero en la misma materia (el más intenso, a 29 de octubre del mismo 1841), que después otros Gobiernos de distinto color los derogaron parcialmente, restituyendo trozos de lo suprimido. Desde 1841 los Fueros vascos y sus instituciones vivieron años de vaivenes hasta la abolición de Cánovas en julio de 1876. Es prueba de que sobre la base de la misma ley de 1839, que sobrevivió a varias Constituciones posteriores, se habían dado márgenes tolerantes o extremos drásticos.
En lógica, la ley de 25 de octubre de 1839 tendría que haber quedado incluida como un apéndice de la Constitución vigente de 1837, a su mismo rango en cuanto afectaba a derechos y libertades fundamentales para los vascos y a la organización de sus poderes y potestades originarias y anteriores a la Constitución. Esa hubiera sido una técnica jurídica racional de legislación. Y entonces es cuando le hubiera sobrado su coletilla «sin perjuicio de...», dejando directamente protegidos a los Fueros.
Además, el artículo 2 visto de aquella ley del 25 de octubre de 1839 estaba demandando, para poder ser cumplido, que se hubiera convocado en consulta al pueblo vasco a través de sus órganos forales para reunirse éstos «a título de poder constituyente» sobre sus Fueros en la nueva circunstancia. Tal posibilidad ya era conocida en la teoría y la práctica entre las autoridades forales, y se la denominaba «consulta al País» según aparece en actas y cartas. Pero en 1837 Euzkadi estaba en pie de guerra carlista (1833-39), precisamente contra Isabel II y tal Constitución.
No puede olvidarse que, desde su mismo nacimiento, la cuestión fue de principios.
Juan María Mendizabal
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