Identidad cristiana en política
Bartolomeo Sorge, SJ.*
En su "decálogo" el cardenal Carlo María Martini aboga por un estilo, un modo cristiano de hacer política cuyo fundamento se encuentra en la parábola del "siervo inútil" (Le 17, 7-10). El cristiano se reconoce siervo inútil porque tiene siempre experiencia de la propia debilidad y del poder de Dios: "ni estamos ni estaremos jamás a la altura de las situaciones históricas; si algo conseguimos hacer bien hecho, es don de Dios". De este principio fundamental deriva la identidad cristiana en política.
El cristiano es un hombre libre: "Al reconocernos siervos —nos señala el cardenal Martini—, recordamos que estamos frente a un compromiso mayor que nosotros, que nos fiamos de Dios en un gesto de fe. Al reconocernos siervos inútiles quedamos libres en nuestro presente: libres del insoportable peso de responder a todas las necesidades, de estar siempre a la altura de los desafíos históricos de cada tiempo". Además, esta libertad nos "dispone para hacer lo que esté de nuestra parte en el reconocer lo que tenemos por delante". Esto significa que como cristianos estamos llamados a tener un fuerte sentido del Estado y a dar la prioridad al bien común y a los intereses generales sobre los intereses privados o sobre los intereses corporativos, a no posponer nunca la conciencia de los valores morales por alcanzar fines inmediatos utilitarios.
En segundo lugar, el estilo cristiano en política se manifiesta en el coraje y en la creatividad, A la luz de la enseñanza evangélica, nota el Cardenal, "el sentirnos insuficientes nos da alegría y fe, no desánimo; nos hace proclamar el primado de Dios. Somos conscientes de que no está en nuestra mano salvar el mundo y no debemos cargar con todo el peso del mismo sobre nuestras espaldas. Solo Dios salva y da paz". Al reconocernos siervos inútiles, mientras mantenemos vivo el sentido de los propios límites, paradójicamente nos llenamos de un coraje que proviene de poner nuestra esperanza en Él, que sí puede. Por tanto, el cristiano, en política, excluirá todo recurso a métodos mezquinos de comportamiento o administración; se comportará en coherencia con los valores en los que se inspira públicamente, sin compromisos ni camuflajes; no temerá abrirse al diálogo y a la colaboración con todos los hombres de buena voluntad, para promover junto a ellos el bien común, aunque caminemos por lugares nuevos y llenos de riesgo.
Por tanto, "al reconocer que somos siervos inútiles, nos hacemos libres, humildes, gratuitos para el perdón gratuito de Dios. Nos hace sensibles en el hoy y en el futuro a aquella gratuidad que se necesita precisamente en este tiempo", y nos da "la posibilidad de un discernimiento necesario en tantas situaciones peligrosas". El cardenal Martini denuncia el peligro de homogeneización o de desvíos ultraliberales que están detrás de quienes defienden intereses particulares y privilegios y olvidan a quienes hoy por hoy no gozan de los derechos sociales suficientes.
"Un católico —dice el Cardenal— debe estar atento al misterio de la caridad y a la razón del débil, a la razón del que no tiene nada que ofrecer en el intercambio comercial ni tampoco en las luchas políticas. Ese más débil y sin significado debe ser defendido de las propuestas parciales, que lo dejan al margen del diseño de la ciudad que debiera ser para todos. No son suficientes las defensas de algunos derechos específicos y de los valores particulares si no se les sitúa en la mejora del conjunto del Estado y de la promoción de todos los valores y de todos los ciudadanos". Por tanto, es muy importante dar voz a las exigencias de la solidaridad y de la sociabilidad.
La fuerza verdadera del cristiano en política está en vivir el compromiso por la construcción de la ciudad para las personas no como cualquier profesión, sino como una vocación. Es parte de la llamada que recibió en su bautismo. Una llamada que confía más en la gracia de Dios que en las propias dotes naturales.
Situación de minoría
Las estadísticas y la experiencia cotidiana muestran a la Iglesia y los católicos, en una sociedad secularizada como una "minoría", no tanto cuantitativa, sino en el punto de vista cualitativo: "La influencia pública de los pronunciamientos de la Iglesia —hace notar el Cardenal— es pequeña, sobre todo en el terreno moral. Pocos son los cristianos que, a través de parroquias y grupos, se comprometen verdaderamente a dar testimonio del Evangelio y a construir su comunidad".
En cierto sentido, ser minoría es parte de la experiencia cristiana: "Conviene acercarse a nuestra sociedad aceptando la misión del humilde grano de mostaza y de la levadura y acogiendo como propia la poca relevancia del pequeño pueblo de Dios. No quiere decir que no luchemos con todas nuestras fuerzas a favor de la libertad de las personas y del bien común de la ciudad y de la nación, porque creemos en la fuerza irresistible de la semilla y en la eficacia de la levadura, y porque somos conscientes de tener que decir y ofrecer cosas esenciales para el conjunto de la sociedad". Esta acción de fermento se traduce en el esfuerzo del cristiano que busca el acuerdo de la conciencia de los ciudadanos: "La búsqueda del bien para la sociedad de todos tiene reglas propias, que no pueden ser eludidas: las reglas del consenso y de la construcción del consenso entre los ciudadanos en democracia. No se trata de puras técnicas ni de puras metodologías, sino algo que pertenece a la naturaleza de la toma de decisiones. Todo pasa por el convencimiento y por la paciencia, por la propia escala de valores, y, finalmente, por el sacrificio de alguno de ellos". Ciertamente, la legitimidad ética de los valores cristianos no depende del consenso democrático —"no se trata de adaptar la verdad de un valor a los criterios de la mayoría". Pero es necesario, sin embargo, el valor para "asumir con autonomía la responsabilidad para dialogar con la normativa civil para todos, que es el fin verdadero de la ética política".
Aceptar con serenidad una situación de "minoría" no es marginarse o quitarse de en medio. Es, más bien, comprometerse con el testimonio y con el servicio para ser fermento en medio de la sociedad que va madurando en su conciencia de humanidad".
La unidad en los valores
El desafío en nuestra sociedad no es la reconstrucción de un partido unido de cristianos, sino en tener una forma nueva de presencia, que tiene su punto de enganche en la unidad transversal de los valores.
Hace falta, en primer lugar, crear lugares de diálogo y de confrontación entre los propios cristianos que han hecho opciones políticas legítimas y diversas. En este punto, el cardenal Martini hace suyas aquellas palabras del Papa: "Es muy necesario formarse en los principios del discernimiento personal, y también en el comunitario, que permitan a hermanos en la fe, quizás en opciones políticas diferentes, dialogar y apoyarse en un actuar coherente con los comunes valores profesados".
En segundo lugar, hace falta también superar la zanja entre católicos y no católicos, que algunas veces hace que los problemas civiles aparezcan como cuestión confesional. "El cristiano —dice el Cardenal— tiene hoy una tarea histórica importante: crear el tejido común de valores sobre el que pueda transcurrir la trama de diferencias no destructivas. Y eso se hace en el campo de la reflexión y de la traducción antropológica de los valores de la fe (operación que es parte del proyecto cultural en el que se debe comprometer la Iglesia). Se trata de hacer desembocar los valores de la ética cristiana en los propios ámbitos de pertenencia política. Se trata de demostrar que un católico puede dedicarse a los problemas de todos y no sólo a las cuestiones confesionales".
El propio cardenal Martini muestra cómo realizar prácticamente esta unidad en la diferencia con el ejemplo de la familia fundada en el matrimonio. No se sitúa en el plano confesional. Considera a la familia como comunidad y como institución social y muestra cómo se distingue claramente de la unión de hecho, a través de un discurso que pueden compartir todas las personas de buena voluntad.
Pensar políticamente
Hay todavía una tentación sutil para los cristianos que están en política: renunciar a la construcción de un modelo global de sociedad y de Estado, para contentarse con actuar y vivir en lo pre político y en lo social.
No se puede negar la importancia de este tipo de presencia. "Sin embargo, es claro que este modo de presencia y de servicio no es suficiente. Si se encierran en el ámbito social y de la actuación caritativa, daríamos la imagen de ciudadanos que reniegan de su misión. La política aspira a influir en el "ethos" de la sociedad de todos, con la creación de las condiciones que promueven la participación de cada uno en el progreso social, civil, moral y espiritual".
Por tanto, sería grave que los católicos, a cambio de obtener un subsidio a la escuela no estatal o cualquier otra ventaja en los problemas que tiene en su corazón la Iglesia, llegaran a abandonar la actividad política, dejando a otros actuar en el proyecto global de sociedad. Un comportamiento de este tenor ayudaría quizás a "obtener un éxito parcial en la defensa de un determinado valor, pero sólo por el mercadeo, no como resultado de una maduración y de un convencimiento de la importancia que tiene para la vida de todos. Por tanto, si los cristianos se apartan del camino de las fuerzas políticas para defender intereses parciales, estaríamos ante una fractura del verdadero compromiso cristiano. Quedaría un sector reservado para los cristianos, cerrándose las visiones más globales para la construcción de la vida humana y de la sociedad, que hubieran sido puntos de encuentro de otros constructores más globales".
Se hace necesario, por el contrario, "que los cristianos piensen políticamente, huyendo de soluciones puramente sectoriales. Su afiliación a una u otra fuerza política no tendrá que ver con puros problemas particulares, sino con el compromiso con un modelo de sociedad; es ésta precisamente la verdadera responsabilidad política".
Pensar políticamente significa que los cristianos deben hablar y actuar con categorías nacionales, pero también continentales y mundiales, en presencia de los actuales procesos de globalización. "En este contexto —señala el Cardenal— se entiende el compromiso de los cristianos por expresar en la Europa actual formas y estilos de vida conformes al Evangelio, superando el mito del dinero, del consumismo, del puro gozo a cualquier precio, promoviendo estilos de vida más austeros y desinteresados. Aunque es un compromiso nacido del Evangelio, no deja de ser una propuesta positiva para una sociedad que tiene una necesidad urgente de controlar y orientar socialmente los propios recursos a favor de todos".
De esto proviene la fuerte invitación a la participación cristiana en la política, para que luchen contra las tendencias antisolidarias que se están afirmando. Hace unos años se trataba no más que de una denuncia profética; hoy es una amenaza real. Por tanto, "los cristianos no podrán estimular una verdadera solidaridad únicamente con discursos éticos. Hará falta más bien promover aquellos recursos que ayudan a disminuir tanta ansiedad que tiene la gente ante su propio destino y estimular gestos y ejemplos concretos que muestren en vivo una solidaridad posible y practicable. (...). En resumen, debemos mostrar que se pueden ampliar los horizontes que ahora se quieren cerrar en el mundo particular de cada uno".
Reformismo valiente
En este esfuerzo para llamar a los cristianos al reto de su propia vocación, aparece en el horizonte del Cardenal otra tentación: la anomia política. "El respeto absoluto debido a toda persona se confunde con la atribución a priori de un valor y de una sensatez idéntica a cualquier tipo de propuesta".
Esta anomia política, que lima cualquier intento de cambio, constituye una trampa para los cristianos en política. Los cristianos son con frecuencia "adulados" cuando tienen una actitud "moderada" que, en realidad, elimina toda posible fuerza del Espíritu (parresía). "El elogio de la moderación católica —indica el Cardenal— se conecta con aquella adulación de la que hablaba San Ambrosio y que sirve para que los partidarios de la abulia hagan dormir al grupo o a la sociedad que necesita cambio".
Se trata de un problema grave. La inspiración evangélica, con su radicalidad, es ajena a esos compromisos o comportamientos diplomáticos. No se trata de ir puramente a la contra, pues "se da una moderación buena", que pertenece a ese estilo cristiano de estar en política: "el respeto al adversario, el esfuerzo por comprender sus propuestas y puntos de vista, e incluso cierta relativización del énfasis en el carácter salvador de la política".
Sin embargo, el cristiano está llamado a una actitud valientemente reformista que se opone a una moderación aduladora: "en lo que se refiere a sus propuestas, las Encíclicas sociales ven al cristiano como depositario de iniciativas valientes y de vanguardia. (...) Hay en la doctrina social de la Iglesia una vocación a una sociedad de avanzada".
Al mismo tiempo, hace falta también decir que el reformismo cristiano (fundado en la defensa valiente de los derechos de la persona, de las comunidades, de los grupos sociales y del propio Estado) es bien diferente del llamado "progresismo" de tipo radical, liberal e individualista, del que se habla tanto en la actualidad, pero que favorece únicamente los derechos del individuo, sustrayéndolo frente a cualquier responsabilidad hacia el otro.
Renacimiento de la política
Finalmente, el Cardenal afronta, casi de paso, el problema de los viejos partidos y la necesidad de crear una nueva forma de partido.
El Cardenal observa que, para renovar los partidos, hace falta partir de la sociedad civil, creando un tejido común de valores, un nuevo pacto de convivencia. Esto dará, dentro de una sociedad plural, nueva sangre a la vida política. El paso a una democracia madura no vendrá únicamente desde la reforma de las instituciones y de las leyes electorales o desde el mero cambio del actual cuadro de partidos políticos, sino de la nueva relación que hay que establecer entre los partidos y la sociedad civil. Por eso hay que comenzar dando su verdadero valor al propio patrimonio cultural y ético: "La sencillez de la vida política dependerá de la difusión cada vez mayor de una plataforma compartida de valores, y no tanto de la ingeniería electoral o el mejoramiento del cuadro de partidos políticos".
Únicamente desde el encuentro entre tradiciones políticas convergentes, con respeto a la propia identidad, podrá llegar el consenso necesario para el renacimiento de la política; pero eso pasará por un nuevo modo de entender la vida del partido político: "Hasta que no se creen dentro de los partidos dialécticas que hagan interactuar las diversidades culturales, es ilusorio pensar en una política mejor: los partidos deben ser campos de diálogo cultural antes de convertirse en sujetos de un contrato político".
Aquí se detiene el cardenal Martini. Concluye su "decálogo" con esta convicción: "Si asumimos algo esta tarea, comprenderemos que estamos menos solos: como aconteció con el profeta Elías que, angustiado ante su soledad y decidido a retirarse en medio de la desesperación, encontró inesperadamente una multitud de fieles al Señor sembrados por todo Israel y que no habían puesto su rodilla en tierra ante los falsos ídolos”.
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