A propósito del uso de términos jurídico-políticos controvertidos, Herrero de Miñón decía que hay palabras con pico y garras, citando entre ellas “autodeterminación” y “soberanía”, a las que en estos momentos, en la misma línea, cabe añadir otras de profusa a la vez que confusa utilización como son “plurinacionalidad” y “derecho a decidir”.
Se plantea por la renovada dirección del PSOE la introducción de la idea de plurinacionalidad en una futura reforma constitucional como bálsamo para calmar las ansias catalanas y prevenir las vascas. Eso sí, se nos anuncia ya que la asignación del término nación a Catalunya y al País Vasco (quizás también a Galicia) no conllevaría su capacidad de disponer sobre su permanencia o no en España. Solo -se apunta- tendría una acepción emblemática, testimonial o cultural, no estrictamente política. Corto viaje para tales alforjas, auguramos.
Un estable y mayoritariamente aceptado encaje de Euskadi (no sabemos si ya de Catalunya) en el Estado español ha de conllevar el reconocimiento de su condición de sujeto político, es decir, del derecho a que, como nación, sus ciudadanos y sus ciudadanas se pronuncien democráticamente sobre la forma de tal encaje o sobre el no encaje, el derecho, en suma, a la libre determinación, digámoslo ya (aunque tenga pico, garras y akuilu). Semejante reconocimiento -ha de recordarse- ya se recogía en el no nato Estatuto Político Vasco llamado “Estatuto Ibarretxe”, propuesta que en lo sustancial y más temprano que tarde ha de esperarse vuelva a ponerse encima de la mesa.
Porque otro maltratado concepto es el susodicho “derecho a decidir”, de general utilización y consiguiente descafeinamiento. Obsérvese que no negaremos su existencia, a diferencia de quienes piensan que Quebec y Escocia son Macondo u Obaba y ello sin necesidad de profundizar en este momento sobre los principios de legalidad y de legitimidad, o sobre aquello de que las leyes (incluso las constituciones) sirven al principio democrático y están para solucionar problemas y no para crearlos o lastrarlos.
Es evidente que, conceptualmente, el llamado derecho a decidir es una actualización del tradicional derecho de autodeterminación de los pueblos, o de las naciones, hilando con lo anterior, por lo que cualquiera otra acepción adyacente no hace sino conducir a la confusión, a no centrar el debate o a evitarlo.
Dicen representantes vascos de Podemos que el derecho a decidir tiene que abarcar o incluir aspectos de calado social y económico y no solo territoriales. En realidad, de lo que nos están hablando es de la participación social en los asuntos públicos, aspecto que probablemente sí habría de articularse a través de consultas ciudadanas con mayores facilidades y con menor rigor y prevenciones que los existentes en la legislación vigente. Pero se trata de cosas distintas y tal planteamiento contribuye a aguar el vino.
De otro lado, no conduce a aclarar precisamente las ideas la perspectiva de que el derecho a decidir se concrete en Euskadi en un futuro referéndum sobre una reforma estatutaria afectante a la Comunidad Autónoma del País Vasco, posibilidad ciertamente ya recogida en nuestro ordenamiento y extensible a los estatutos de otras determinadas comunidades autónomas del Estado.
Como tampoco apunta en la dirección de comprender y dar verdadera salida a la cuestión, el hecho de que lo que pudiera someterse a consulta o refrendo fuera un pacto previamente cerrado entre determinadas fuerzas políticas parlamentarias o incluso gobiernos. Y no decimos que esa posibilidad deba excluirse, pero ello no supondría real ejercicio del derecho a decidir o de autodeterminación cuando no vaya acompañada previa o simultáneamente de un reconocimiento de la plena facultad de disposición que de suyo no excluya cualquier otra alternativa de relación, incluida la conformación de un estado propio o la opción por la libre asociación desde la voluntad ciudadana, planteamiento confederal este incompatible con la previa imposición de pertenencia. Sería otro gato por liebre.
La plasmación del derecho a decidir, con la identificación de Euskadi y Catalunya como sujetos políticos de decisión, y su real posibilidad de ejercicio no puede derivarse o limitarse a alternativas ya predeterminadas, de estricta sumisión o subordinación a lo previamente permitido por un poder estatal que impida la capacidad decisoria plena a las naciones que lo integran. La ausencia contumaz de ese previo reconocimiento nos llevaría al fraude por no encarar de una vez y por todas el secular problema.
No podemos dejar de referirnos también a otra expresión de generoso uso como es la “soberanía compartida”. Este concepto, próximo al oxímoron, puede resultar de acertada aplicación a la integración de un estado en una organización política como la Unión Europea (con camino de vuelta, como ha demostrado el Brexit), pero no se adecúa hoy por hoy a las relaciones Euskadi-España. Difícilmente puede cederse o compartirse lo que no se tiene, o mejor, lo que previamente no te reconoce esa otra parte que estuviera presta a compartirlo. Y en todo caso para ceder cotas de soberanía también tendrá que decidirlo así la ciudadanía vasca, que ha de poder optar también por no hacerlo o por hacerlo en otra dirección, por ejemplo hacia Europa.
Con todo, a pesar de que podría legítimamente entenderse por la parte vasca como reconocimiento de soberanía originaria la actualización foral recogida en la disposición adicional primera de la Constitución Española vigente, o la propia constitucionalización de Concierto y Convenio económicos, la terca realidad ha venido a demostrar que esa deseable bilateralidad no se extiende fiel y comúnmente a las relaciones políticas entre la administración del Estado y las instituciones vascas.
Es cierto que las necesidades coyunturales del gobierno central de turno han forzado el acuerdo político (de suyo bilateral) para el avance en el autogobierno y, en el mejor de los casos, esa contingencia puede propiciar el parcial cumplimiento de una Ley Orgánica como es el Estatuto de Autonomía de Gernika (que no debiera someterse a la disposición libérrima de una parte), pero en todo caso lo sustancial es que sigue pendiente la definición de un estatus que satisfaga a la mayoría social vasca, porque el actual carece del basamento y las garantías que se desprenden de los conceptos a los que antes nos hemos referido.
Sea cuando sea -en Catalunya ahora, en Euskadi quizás no toque todavía pero tocará-, al momento de abordarse el problema troncal, desde el nacionalismo político no puede renunciarse primero al reconocimiento de la señalada condición de nación-sujeto político de decisión y después, a partir de esa consagración, a que las alternativas que se abran para su ejercicio sean todas, incluida la elección de una estatalidad propia, camino en el que se ve hoy Catalunya (con ella la obligada e inequívoca solidaridad que en su día demostró el lehendakari Aguirre, espejo ante el que hay que estar a la altura), y en el que un próximo futuro esperamos ver a la Euzkadi de los siete territorios.
POR DAVID SALINAS
Comentarios