JUAN Ajuriaguerra era un vasco. Era un hombre. Es difícil definirlo de otra manera. Se nos fue hace un año, dejándonos gran vacío.
Recio carácter. Estricto y duro en el cumplimiento de su deber. Agrio ante los desvíos. Cordial en sus amistades. Áspero frente a las indecisiones. Capaz del sacrificio. Patriota siempre. Con visión de la realidad e inteligencia para comprenderla poco comunes. Traducía con frecuencia en sus actividades eu condición de ingeniero. Sabía prescindir del "respeto humano" para decir su verdad, fuera quien fuese el afectado con el enjuiciamiento. Supo jugarse la vida sin darle importancia, con gran elegancia espiritual. Fue condenado a muerte, indultado y pasó largos años en presidio.
La actividad desarrollada en la clandestinidad durante los años franquistas es inenarrable. Conozco algunas de sus facetas. Son bastantes para emitir el juicio sentado. Sabía mandar. Son suyas muchas órdenes dadas a rajatabla. Las reacciones contra lo dispuesto, previstas por él con frecuencia, no restaban vigor al ordenamiento preciso para el cumplimiento de la misión procedente.
Voy a dar un ejemplo que me atañe personalmente. Corrían los días de 1936. En el curso de sus incidencias, fue acordado constituir un Gobierno de la República con participación de todos los grupos políticos implicados en la defensa de la República, bajo la presidencia de don Francisco Largo Caballero. Fui invitado a formar parte de aquel Gobierno como ministro vasco. Respondí que, mientras el Estatuto Vasco no fuera sancionado y puesto en aplicación, un nacionalista vasco no podía aceptar la responsabilidad ministerial. Al recibir como respuesta la seguridad de su aprobación, me remití al Partido. Reunidos el EBB y los parlamentarios, expuse mi real situación. Se hallaban a la sazón puestos en prisión mi madre, mi hija, dos hermanas y cuatro hermanos, uno de ellos condenado a muerte. La aceptación del cargo, dadas las feroces circunstancias que eran vividas a la sazón, podía suponer la ejecución de todos. Rogué ser liberado de aquel servicio. Callaron todos, menos Juan, que me dijo resueltamente: "Te equivocas en la apreciación. La condición de ministro es la mejor garantía que puedes dar a los tuyos". La Asamblea aceptó este punto de vista. Fui ministro de la República. Ninguno de los míos fue sacrificado. Con mayor o menor retardo, todos fueron dejando la prisión y el suelo franquista, incluso el condenado a muerte, tras el indulto y varios años vividos entre las rejas.
Vi por última vez a Juan en Irache. Estaba herido de muerte. Él lo sabía. Llevaba sobriamente su enfermedad. Pasamos revista a los hechos vividos a la sazón, que nos interesaba como demócratas y como vascos. El habló poco, casi siempre para preguntar. Tuvo el humor suficiente para recordarme la anécdota que dejo referida en el párrafo precedente. En breves palabras comentó el futuro vasco con optimismo. El desarrollo y aplicación de nuestra doctrina y aspiraciones depende, principalmente, de nosotros mismos. Estas fueron sus palabras, que reflejan bien su temperamento, el que le llevó a hacerse prisionero para combatir la suerte de sus compatriotas en los estertores de la guerra civil en Euzkadi.
Agur, Juan. Hasta siempre. Biotz biotzez:
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