Tres días antes de que el Congreso aprobara en 1931el texto definitivo de la nueva Constitución republicana, José Ortega y Gasset se lamentaba en público de que, en apenas siete meses, el buen clima que había rodeado la proclamación de la República se hubiera transformado en «desazón, descontento, desánimo, en suma, tristeza».
Para entonces, Niceto Alcalá-Zamora, el líder de la derecha republicana, que había sido presidente del Gobierno provisional hasta el mes de octubre y que en pocos días habría de convertirse en presidente de la República, había manifestado ya su oposición a algunos de los artículos de la Constitución. Más hacia la derecha, en el terreno del conservadurismo católico de antigua filiación monárquica, ahora accidentalista, el grupo político en el que empezaba a destacar el joven José María Gil Robles, se había retirado de las Cortes Constituyentes en protesta por la redacción de los artículos sobre religión y familia, y empezaba ya a preparar a la opinión pública conservadora para una activa campaña a favor de la modificación de la Constitución.
Y en el centro-derecha republicano, el viejo Partido Republicano Radical dirigido por Alejandro Lerroux, que tenía el segundo grupo parlamentario de aquellas Cortes, aunque finalmente diera su apoyo a la nueva Constitución, no iba a tardar en articular un discurso político que hablaba, a su modo, de la necesaria revisión de la norma fundamental.
Así pues, sólo los partidos de la izquierda republicana y el socialista, que juntos sumaban los diputados necesarios para obtener una justa mayoría absoluta en las Cortes, apoyaron sin reservas el texto de la Constitución aprobado el 9 de diciembre de 1931. Para ellos, desde luego, eso no constituía impedimento alguno para consolidar las nuevas instituciones. Estaban orgullosos, como explicara el socialista Luis Jiménez de Asúa, a la sazón presidente de la Comisión Constitucional, de haber elaborado una constitución de izquierdas.
Menoscabo democrático
Aquella Constitución reconoció algunas libertades fundamentales como las de conciencia, reunión y asociación, y estableció un sistema unicameral con un Congreso elegido por sufragio universal libre y secreto. Su carácter liberal democrático se vio, sin embargo, seriamente menoscabado por diferentes aspectos del articulado que suponían, o bien un recorte arbitrario de las libertades, o bien la inclusión de puntos programáticos de la izquierda que no eran propios de un texto constitucional que aspirara a convertirse en unas reglas del juego aceptadas por todos.
El caso paradigmático fue el de la cuestión religiosa. El artículo 27 garantizaba a todos los españoles «la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión». Pero ese reconocimiento estaba seriamente limitado por el resto del articulado; así, por ejemplo, toda manifestación pública de culto debería ser autorizada por el Gobierno, y ninguna orden religiosa podría dedicarse en adelante a la industria, el comercio o la enseñanza. Y en un país en el que una parte muy importante de la población era católica, sólo se reconocía a las iglesias el derecho «a enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos», lo que permitiría en breve proceder al cierre de los colegios católicos.
Revolución religiosa
Y todo eso era así porque se trataba, no de garantizar la libertad de conciencia, ni el principio de una Iglesia libre en un Estado libre, sino de hacer posible eso que las izquierdas solían llamar «revolución religiosa», entendida como una acción radical destinada a acabar de una vez por todas con el control católico de las conciencias. Para la izquierda republicana y los socialistas, la libertad de conciencia no era una libertad individual frente al Estado sino un arma en manos de este último para contrarrestar la todavía evidente influencia católica en la sociedad española.
Los serios impedimentos que lastraban la libertad religiosa, la libertad de educación o los derechos de propiedad, eran, sin duda, los principales motivos que habían hecho crecer esa desazón de la que hablara Ortega.
Pero todo aquello era congruente con la idea que se había impuesto en el hemiciclo y que había servido para expulsar a la derecha republicana del Gobierno, la de constitucionalizar la revolución. Idea que se acoplaba muy bien con esa nefasta percepción de que lo peor de la historia del liberalismo español había sido el pacto. «Una constitución -dijo el entonces ministro radical-socialista Álvaro de Albornoz- no puede ser nunca una transacción entre los partidos».
Ya no se trataba de transigir, sino de aplicar los principios sin miramientos. La revolución habría de ser algo más que una simple retórica: un programa de transformación radical de la sociedad española bien anclado en la norma fundamental del nuevo régimen. En ese sentido, la Constitución de 1931, a diferencia de la de 1876, no pasaría de ser uno más de los tradicionales textos de partido que habían impedido la paz y la estabilidad institucional en la España del ochocientos. Por eso, entre otras razones, serviría de contramodelo en la elaboración de la Constitución de 1978.
Por: MANUEL ÁLVAREZ TARDÍO (Profesor de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos)
La constitución actual permite a los fascistas en Catalunya golpear a un cámara de TVE confundiendolo con un cámara de TV3.
Se ve claramente en las imágenes cómo un tarado con gorra le pega un puñetazo por detrás. Otros miembros de la jauría también le golpean.
No hay ningún detenido.
Esto demuestra 2 cositas:
Los fascistas son tan gilis... que se equivocan de víctima.
Los fascistas hacen lo que quieren.
Esto es España.
Publicado por: CAUSTICO | 08/30/2018 en 04:11 p.m.