X. ARZALLUZ
Hace tres años recibimos en la sede del PNV en Bilbao a una delegación de nacionalistas kurdos en el exilio. La noticia salió en los periódicos. Se habló de la trágica situación de este sorprendente pueblo, antiquísimo y duro, que hoy padece la opresión de diferentes Estados, entre ellos Irak, que se reparten su territorio, los oprimen igualmente, pero utilizan sus ansias de autogobierno para desestabilizarse unos a otros.
Inmediatamente recibimos la solicitud de una entrevista por parte del embajador del Irak en Madrid. Un hombre inteligente y bien preparado, nos explicó la situación de Irak, entonces en guerra, justificó la política autonómica de su Gobierno respecto a los kurdos, sin comentar, claro está, las masacres de kurdos incluso con armas químicas, y nos dejó como recuerdo, entre otras cosas, un volumen muy bien editado de la biografía de «Saddam Hussein, el militante, el pensador y el hombre». Una biografía oficial, gloriosa, exaltante que, a primera vista, puede ser despreciada, pero que ofrece al observador pistas inapreciables sobre lo que está sucediendo no sólo en Irak sino en todo el mundo árabe.
Hay, naturalmente, otra biografía de Saddam. La que relatan los miles de exiliados iraquíes, o los kurdos, o los servicios israelíes o los expertos en el Oriente Medio.
Cuando el Mossad, el mítico Servicio Secreto israelí, entregó a un experto grafólogo la escritura del dictador iraquí para su análisis grafológico, sin darle a conocer su autor, el técnico dictaminó: «Este hombre padece cambios de humor extremos. Es capaz de tomar decisiones extremas y llevarlas a cabo. Tiende a la violencia y supone un peligro para la sociedad. Habría que retirarle de la circulación inmediatamente y someterle a tratamiento».
A Saddam se le califica hoy como «el hombre más peligroso del mundo», «Stalin hacia dentro y Hitler hacia afuera».
Estos calificativos, que pueden parecer exagerados o interesados, no parecen hallarse fuera de la realidad.
Saddam comenzó su carrera política por casualidad. Se hallaba en la cárcel, muy joven aún, por matar a un profesor suyo. Y coincidió allí con presos políticos del movimiento revolucionario laico y socialista, llamado Baath, «Partido socialista del renacimiento árabe», fundado en 1942 por el cristiano ortodoxo Michel Aflak, una mezcla de nacionalismo, socialismo y panarabismo cuya meta consiste en la liberación del mundo árabe del yugo colonial y su unificación en una sola nación.
Salió de la cárcel cuando el general Kassim destronó violentamente a Faisal, primo del actual monarca jordano. Para, al poco tiempo, participar directamente en el atentado a tiros que terminó con la vida de Kassim.
Cuando el movimiento Baath subió al poder tras otro golpe, Saddam se constituyó en vicepresidente del Gobierno de Hassam el Bakr. Y cuando éste se opuso al Tratado de Cooperación con la URSS, Saddam le amenazó con su pistola en pleno despacho presidencial. La resistencia del presidente concluyó cuando de la amenaza pasó a los hechos pegándole un tiro que le alcanzo en el brazo.
Más tarde lo destituyó constituyéndose él mismo en presidente del Irak y del Partido Baath. Formó una policía omnipotente del tipo de la Securitate de Ceaucescu, con la que aterrorizó el país.
Los expertos en Oriente Medio cuentan y no acaban sobre los métodos de toma de poder y de su ejercicio por parte de Saddam. Se constituyó en director del «Comité de Investigación» que depuró responsabilidades políticas, es decir, liquidó toda la oposición. Fusiló al alcalde de Bagdad y a cientos de personalidades de su propio movimiento. Ahorcó, en un acto «ejemplarizados, a cien opositores en la plaza pública de Bagdad ante 10.000 espectadores. Las acusaciones de asesinatos, cárceles, torturas (hasta treinta clases de torturas) incluso contra niños y familiares de sus enemigos políticos, sacándoles los ojos o con vibraciones continuadas hasta causar la muerte, son interminables. Los chiitas del movimiento fundamentalista Waad le acusan de haber estrangulado personalmente en la cárcel a su líder Bakr el Sadr.
Pero quizás el suceso más definitorio de la calaña de este hombre sea el que tuvo lugar en los momentos más apurados de su vida política. Cuando Irán lo tenía casi a sus pies, con los iraníes entrando a miles en Irak y la guerra prácticamente perdida, expuso Saddam en una sesión de urgencia de su Gabinete, la oferta de paz de Jomeini con la sola condición de que Saddam fuera destituido. Al preguntar su opinión a sus ministros, solo uno se atrevió a expresarla, el ministro de Sanidad: «Puedes dejar formalmente la presidencia, para, más adelante, volver a tomarla». Cuentan que Saddam Hussein se levantó del sillón presidencial gritando «a esto llamo yo valentía», agarró al ministro por los cabellos y sacando la pistola le metió un tiro en la boca.
Saddam se lanzó a una guerra suicida contra el Irán, en la creencia que el tremendo desorden creado por el fanatismo de Jomeini y la caída del Sha había dejado al país sin ejército. Pero la guerra duró ocho años y salió de ella porque logró, astutamente, internacionalizar el conflicto provocando los ataques a los petroleros que transportaban el crudo del Golfo Pérsico y por el temor de rusos y occidentales a una inminente victoria iraní.
La situación de ruina total y, por tanto, fracaso total también de su política personal es la que le ha llevado a la invasión de Kuwait. Que de no ser por la reacción internacional hubiera seguido con la ocupación de los Emiratos y de la propia Arabia Saudí.
Saddam Hussein se ha rodeado de todos los ingredientes de lo que en Occidente llamamos «fascismo». Amplias masas, desde Irak hasta Marruecos, en la miseria; profundos resentimientos históricos, bien por las crueldades vividas en los años, no lejanos, de la disolución del Imperio Turco, la ocupación occidental y la creación intencionada del puzzle político árabe; y resentimiento también contra Israel quien, más allá del problema palestino, supone la presencia permanente de los intereses occidentales, especialmente americanos, en el mundo árabe y frente a la mayor concentración de producción y reservas petroleras del mundo.
La miseria y el resentimiento, al igual que sucedió en Alemania, sólo que mucho más, constituyen un excelente caldo de cultivo para evocaciones de grandezas pasadas.
Saddam se ha constituido en Führer apto para devolver a los árabes la grandeza arrebatada. Su desatada paranoia fomenta y excita la paranoia árabe.
Saddam cultiva brutal pero cuidadosamente toda la simbología requerida para sus fines. Irak está plagada de monumentos y retratos del nuevo Führer: en las calles, en las escuelas, comercios, vehículos y en la intimidad familiar. Quien no exhibe el retrato del líder, cae en sospecha ante la omnipotente «Mufabarat» o policía secreta de Saddam. Mientras desde la infancia se impone la «doctrina» del jefe.
Saddam hace presente la historia de Sargon I, que 2.300 años antes de Cristo fundó, desde las orillas del Tigris, el imperio mesopotánico con la primera dinastía semita, desde el Golfo hasta el Mediterráneo. Evoca a los asirios que se apoderaron de Israel, Arabia, Siria y Egipto, con Senaquerib, que utilizaba rehenes masivamente para garantizar sus conquistas. Se identifica con Nabucodonosor (le llaman «El Babilonio») que destruyó Jerusalén y se llevó a toda la élite social judía al destierro de Babilonia.
Pero con quien más gusta compararse es con Saladino, que en el siglo XII conquistó Jerusalén terminando con el dominio de los cruzados, es decir, de los occidentales.
Sadam Husseim terminará mal. Probablemente asesinado como Kassim o el mítico Sargon I. En todo caso se halla personalmente en un callejón sin salida. Tras el delirio de grandeza y la fuga hacia adelante, tiene todas las trazas de terminar como Hitler, en su bunker renegando de su pueblo. Más difícil es medir qué costo va a suponer la paranoia de Saddam para su propio pueblo y para los demás, incluidos nosotros.
Sería interminable relatar la increíble odisea en la que se halla metido este hombre. El lector atento podrá seguirla en los innumerables comentarios que los medios de comunicación ofrecen y ofrecerán todavía sobre sus múltiples aspectos.
Sin embargo, considero importante destacar hoy un punto. Saddam desaparecerá, entiendo que relativamente pronto, de la escena política. Como desapareció Nasser, de quien por cierto es gran admirador y pretende ser continuador el actual dictador iraquí. Pero lo realmente preocupante, desde una perspectiva de futuro, no es Saddam sino el mundo árabe. Su miseria, su frustración histórica, el ansia de unidad, el fundamentalismo religioso, por un lado, y el nacionalismo, por otro, son los ingredientes del despertar de un movimiento que constituirá, junto con la situación explosiva del tercer mundo, la principal preocupación occidental. Y, por supuesto, y tal vez con mayor intensidad y peligrosidad, el mundo soviético.
Todo pueblo tiene derecho a levantar cabeza y a ser tratado justamente. También los árabes. Pero la ideología y los planteamientos del integrismo islámico son expansivos y agresivos. Especialmente frente a un Occidente que se llama cristiano y ha cometido toda clase de barbaridades bélicas, políticas, económicas y culturales con los pueblos que llamamos del tercer mundo, sin excluir a los árabes.
Todo ello sería menos grave si no se diera una circunstancia especialmente peligrosa para Occidente. El hecho de que el territorio árabe, desde Argelia hasta el Golfo Pérsico, contiene del orden del 70% o más de las reservas de petróleo conocidas en el mundo. Y que, al no existir o ser rechazadas otras energías alternativas, la llave de nuestra economía se halla en manos árabes.
Nasser pasó. Saddam Hussein pasará. Pero el sueño árabe está ahí. Y su fuerza también. Sólo les falta un nuevo Saladino que, pese a sus odios y diferencias, probablemente llegará también.
DEIA, DOMINGO 2 DE SEPTIEMBRE DE 1990
Me ha gustado este artículo de Arzalluz pero le encuentro algunas lagunas. El punto clave en la historia reciente de Oriente Medio es la Revolución Islámica iraniana de 1979. El Irán del Sha había sido el guardián de Oriente Medio al que los yanquis habían confiado la protección de la región. Por eso en los 70 los yanquis armaron alegremente el brutal régimen del Sha. Los iraníes fueron de Herodes a Pilatos y cayeron bajo el brutal régimen de Khomeini pero el radicalismo islámico de éste alarmó a muchas tiranías del Golfo Pérsico. Irak y Arabia Saudí tenían importantes poblaciones chiíes en su interior y se sabían vulnerables a la agitación que llegaba de Teherán. Para más inri estos chiíes estaban en algunas de las zonas más ricas en petróleo de Irak y Arabia Saudí. Además Khomeini tuvo la ocurrencia de declarar el islam incompatible con la monarquía lo cual fue como una patada en el estómago para los Saud.
Total, cuando en 1980 Irak ataca Irán esperando aprovecharse del caos postrevolucionario en Irán, Hussein cuenta con el apoyo tácito de diversas monarquías árabes. Estas monarquías prestarían mucho dinero a Irak durante la guerra, sin poder evitar que Irán entrara en territorio iraquí. Saddam Hussein contó también con el apoyo de los EUA, deseosos de vengarse de los secuestros de diplomáticos por parte de Irán, y de la URSS, temerosa de que el islamismo de Teherán se expandiera por sus repúblicas meridionales. Fue un caso curioso de alineamiento de los EUA y la URSS a favor del mismo bando durante la Guerra Fría. En cambio Irán estuvo bastante aislado y sólo gozó del apoyo de China, por aquel entonces totalmente enfrentada a la URSS. Durante aquella larga guerra (1980-1988) Irak recibió información importante gracias a los yanquis, quienes con satélites seguían día a día los movimientos de las tropas iraníes. Pero la superioridad numérica y la superior moral de los iraníes se acabó imponiendo y el régimen de Hussein estuvo a punto de colapsar cuando los iraníes entraron en territorio iraquí. Se salvó por el uso masivo de armas químicas como el gas mostaza o el gas sarin que le habían proporcionado las grandes potencias. Lo que quiero decir con todo esto es que durante los 80 fueron los yanquis quienes confiaron en Saddam Hussein para vengarse de Khomeini. Por eso cuando en 1990 Irak invadió Kuwait, los kuwaitíes no habían perdonado las deudas de guerra a Irak, Hussein pensó que los yanquis lo tolerarían.
Sí, como bien dice Arzalluz Hussein fue un monstruo, especialmente peligroso para su pueblo y tan paranoico como Stalin. Pero hay que recordar que fueron los yanquis quienes le armaron y le toleraron muchos crímenes. Los yanquis, como tantas otras veces, jugaron con fuego y se terminaron quemando.
Por cierto, lo único que tenían en común Hussein y Saladino es que los dos habían nacido en Tikrit.
Publicado por: Señor Negro | 09/29/2018 en 01:11 p.m.