Un niño nació, un hombre murió
El domingo amaneció muy temprano para las docenas de miles de personas que quisieron participar en el Alderdi Eguna, la fiesta del Partido Nacionalista Vasco. Amaneció a las 6 en punto para los dos mil chicos y chicas del servicio de orden y no mucho más tarde para los 1.080 autobuses, 8.000 turismos y 20.000 personas a pie que, según los organizadores, llegaron hasta la campa de Olarizu. Para los afiliados o simpatizantes venidos desde Madrid, Barcelona, Venezuela, Argentina o los Estados Unidos, el domingo había comenzado todavía antes. Sin embargo, no era gente soñolienta la que llenaba por completo la campa: era gente que quería celebrar, con txistus, vino, discursos y canciones, su fe de años en unas ideas que hasta hace poco había que esconder. Y lo celebraron. Desde la mañana hasta el anochecer. Bajo un sol brillante y duro.
Para Santiago Zabala, el domingo fue uno de los días más grandes. Un día que compensaba de muchos miedos y muchas rabias. Casi no se le veía cuando desfiló, en la interminable hilera de las Juntas Municipales, al principio de la fiesta, Se veía en cambio la bandera que había guardado escondida durante más de cuarenta años en un arca de madera, entre dos vigas de su casa de Amoroto: "Es la ikurriña más vieja que existe. La tengo desde 1931. Que grande poder estar aquí, ¿verdad?"
Unas cien mil personas, todas las que estaban allí le hubieran contestado que sí a Santiago Zabala, que era grande poder decir, junto y en voz alta, lo que uno quiere para su país. "Bueno, claro, es lógico que haya alegría, si no nos hubiéramos quedado en casa, ¿no le parece? El que está aquí es porque quiere celebrar el Alderdi Eguna".
El sol caía a plomo, haciendo daño. Los chopos de Olarizu no pudieron aliviar más que a una docena de personas. Mientras duró el desfile de las Juntas Municipales del PNV y las intervenciones de los señores Cuerda, Arzalluz y Garaicoechea, la inmensa mayoría tuvo que aguantar de pie el calor de un sol rabioso y de formar parte de una muchedumbre.
Un hombre murió y otro nació
Aguantaron. Y les quedó fuerza para aplaudir a los representantes de las Juntas Municipales de Madrid y Barcelona, a los parlamentarios catalanes que devolvieron el aplauso, sonrientes, desde la abigarrada tribuna de prensa. Y aplaudieron a la ikurriña de Santiago Zabala, a la pancarta que advertía: "Sin los conciertos económicos y sin las leyes viejas, no a esta Constitución". Y los aplausos se hicieron más cálidos, más largos, cuando José Ángel Cuerda recordó a Juan de Ajuriaguerra. Ocurrió como cuando una familia celebra una fiesta íntima e importante y nadie puede separar de la alegría una cierta nostalgia por los que deberían haber estado. Posiblemente, José Larrañaga Barrutieta, 74 años, último presidente de la Junta Municipal de Begoña antes del 36, aplaudiera también a la memoria del viejo líder del PNV. Posiblemente lo hiciera y fuera uno más de los que comieron las cosas traídas descasa a la sombra de los chopos, cuando acabaron las intervenciones, de los que sonrieron a los mil txistus y a los mil bailes que llenaron la campa por la tarde.
José Larrañaga Berrutieta debía saber que arriesgaba mucho estando ahí: el médico le había dicho hacía poco que su corazón no estaba fuerte. José Larrañaga Berrutieta murió en la tarde del domingo, poco después de llegar a su casa. Unas horas antes, un niño había elegido la campa de Olarizu para nacer: a media tarde, mientras algunos dormían apaciblemente, por encima del estruendo, una mujer fue llevada rápidamente a un hospital de Vitoria. "Entre los que estaban por allí —nos cuenta Juan Eguskiza— algunos dijeron que había que ponerle de nombre Alderdi al niño. Yo dije que eso era una barbaridad".
Bueno, ideas así surgen cuando uno está eufórico. Y quienes pasaron el día bailando, paseando, escuchando hablar a otros que sienten y piensan, corno uno, tenían razones para estar eufóricos. "Vinimos ayer por la noche. Hemos dormido en una tienda de campaña —dice una mujer de Algorta, a la puerta de una de las 50 ó 60 tiendas que se levantaban en un extremo de la campa— y Señor, que frío hemos pasado. Pero compensa, ¿eh? Compensa cualquier cosa vivir un día como éste".
Un día de los más grandes
A Pere Portabella parlamentario por Cataluña, también le parecía un día especial. ¿Porqué si no andaba de corro en corro pidiendo a los líderes del PNV que le firmaran en una caja de puros? Y a Manuel Irujo, indiferente al calor bajo su traje gris y su corbata, él fue el hombre más aplaudido por la gente, a pesar de que no se acercó a ningún micrófono. Lo reconocían. Y a Andoni, un ertzana navarro, pálido por el madrugón y por el calor: Todo ha ido bien. Decían que estábamos locos cuando calculamos que vendrían unas cien mil personas ¿eh? Bueno, ¿y cuántas hay aquí?.
Probablemente los cálculos están bien hechos. Siempre es arriesgado calcular, pero la cifra de 112.000 participantes que dio la organización, no parece exagerada. Con tantos protagonistas, es lógico que las txoznas se quedaran, al final de la tarde, sin apenas nada que vender, que más de cien personas fueran atendidas por lipotimias, mareos y esguinces, que la circulación en las cercanías de Vitoria pasara momentos de sofoco. Que un hombre muriese y que otro naciera. Y que miles de personas se fueran al anochecer a casa, pensando, como Santiago Zabala, que aquél había sido un día de los más grandes.
Por: Beatriz Iraburu
(26.09.1978)
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