En agosto de 1981 el padre Arrupe, al llegar al aeropuerto de Roma tras un viaje misionero por el Extremo Oriente, sufría un ataque cerebral que le dejaba incapacitado para el gobierno de la Compañía de Jesús. Poco antes había pedido a Juan Pablo II permiso para convocar congregación general a la que presentar su dimisión. Era el primer general de los jesuitas que así lo pretendía hacer, pero Roma no se lo concedió. Se suponía que una congregación general convocada por Arrupe, a pesar que la mayor parte de sus miembros es elegida libremente por las bases, podría resultar demasiado arrupista y ya Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II estaban preocupados por el arrupismo de la Compañía de Jesús. En poco más de dieciséis años el padre Arrupe había logrado dar un vuelco a la Compañía de Jesús, como el Vaticano II lo había dado a la Iglesia, y esto no dejaba de preocupar en Roma.
El padre Arrupe decía más de una vez lo que se repetía de él en ciertos círculos: un vasco había fundado la Compañía de Jesús y otro vasco iba a terminar con ella. Quedaban enfrentados en esta sentencia Ignacio de Loyola y Arrupe el de Bilbao. Ciertamente Arrupe terminó con la Compañía de Jesús. Al contrario, hizo lo que tenía que hacer para que la mayor orden religiosa de la Iglesia Católica reemprendiera su camino con un nuevo estilo para poder cumplir con las exigencias de los nuevos tiempos. Esto no era fácil y causó graves problemas. No todos ellos se debieron al padre Arrupe y a los cambios introducidos por él, aceptados por la congregación general XXII, sino al nuevo espíritu de libertad que Juan XXIII introdujo en la Iglesia.
¿De qué se trataba? Hasta el Vaticano II en la Iglesia y hasta el padre Arrupe en la Compañía de Jesús, la libertad de los hijos de Dios y de los cristianos era más una palabra ocultadora que una realidad. La gracia y la decisión personal estaban sobreprotegidas y sometidas a la ley y a la estructura institucional. Parecía esto más seguro, pero no es ni lo más cristiano ni lo que tiene mejor futuro. La comparación más ilustrativa nos la da la biología de la evolución. Cuando las grandes tortugas encontraron como solución frente a las exigencias del medio el caparazón protector parecía que se había encontrado una solución ideal, pero esta solución limitaba enormemente no sólo la acción de los quelonios, sino toda posibilidad de evolución. La solución de los vertebrados, introduciendo la columna vertebral al interior del organismo parecía dejar al animal más indefenso, pero esa seguridad interna permitía no sólo mucha mejor acomodación a los retos del medio, sino posibilidades indefinidas de evolución, que en su caso óptimo dieron paso al hombre.
Pues esto es lo que pretendían el Vaticano II con Juan XXIII para la Iglesia y el padre Arrupe para la Compañía de Jesús. Hasta entonces se vivía demasiado protegidos y anquilosados por el caparazón de lo conventual, de las reglas y de los reglamentos, del autoritarismo vertical, de los formulismos religiosos... Esto tenía sus ventajas, pero eran las ventajas de los quelonios. Era necesario convertir la protección aparente, que era en realidad un gigantesco impedimento para responder al mundo, por una vertebración interna que, sin desechar del todo las cautelas externas, fuera ante todo una vigorización del espíritu interior, un dejarse llevar por la fuerza del Espíritu en respuesta a la tremenda evolución del mundo.
Esto es también lo esencial de la espiritualidad ignaciana frente al modelo anterior de orden religiosa, aquel tozudo vasco que fue San Ignacio quiso formar hombres fuertes por dentro, lanzados a la intemperie del mundo para que descubrieran soluciones nuevas que no podrían prescribirse de antemano ni lejos del lugar de los hechos. Poco a poco esta genialidad fue recortada y perseguida en aras de la seguridad, de la unidad y -por qué no decirlo- en aras de no molestar a los poderosos de este mundo, fueran estos eclesiásticos o laicos, fueran papas y obispos o reyes y gobiernos. La juntura del espíritu evangélico y de las exigencias de la historia será siempre subversiva y revolucionaria. De ahí los intentos de mediación que se ponen a lo uno y a los otros y sobre todo a su conexión.
Esto es lo que pretendió Arrupe. Confió en el espíritu y en la gracia, en la creatividad de las personas, en la inspiración más que en la reglamentación, en la confianza más que en la sospecha, en el riesgo a equivocarse más que en la equivocación de no arriesgarse. Fue de todo ello un ejemplo excepcional. Fue un gran incitador de espíritu renovador. Estaba tan poseído de Dios y sentía de tal forma la fuerza del espíritu de Cristo que no le era nada difícil contagiar a los demás su fuerza, su optimismo, su libertad creadora, su compromiso. No tenía que empujar. Le bastaba con ir por delante y arrastrar. Los que confían más en la ley y el orden (lau and order), los que no tienen su estatura espiritual, no se lo pudieron perdonar. Arrupe les resultaba peligroso. Para los que buscaban a fondo la renovación, lo entendieron perfectamente dentro y fuera de la Compañía de Jesús.
Arrupe descubrió también el mundo de hoy. Pero con una particularidad. El mundo no se reduce a lo que se ve desde Roma, desde Europa, ni siquiera desde Occidente. Había sido un hombre de la periferia misionera y se daba cuenta, como se dieron cuenta muy pronto Ignacio de Loyola o Francisco de Xavier, que no se puede hablar del mundo ni menos de entenderlo sin hablar de China, Japón, la India y las Indias. Bien estaban entonces Alcalá, la Sorbona o Roma, pero eso era muy poco para hablar de mundo o para entender la universalidad de la fe cristiana. Por eso, aunque Arrupe estaba dispuesto a enfrentarse con todos los avances de la ciencia y de la cultura de hoy, no estaba dispuesto a olvidar el desafío del Tercer Mundo, sin el que no es comprensible el estado actual de la humanidad.
Dos planteamientos fundamentales le presentaba esta ampliación del mundo. El primero el de la inculturación. El cristianismo, en vez de desculturizar a los pueblos a los que va -como ha sido tantas veces el caso de las colonizaciones cristianas-, y, lo que es peor, de someter a esos pueblos al dominio de extraños debe encarnarse en las culturas y pueblos a los que va, como lo hizo el Verbo -y de qué modo tan escandaloso- en el pueblo y la cultura de Judea. Se trata de un gigantesco esfuerzo que romperá la estrechez de los esquemas actuales de la fe cristiana con claro enriquecimiento de ésta, sin pérdida de su identidad y que contribuirá asimismo al enriquecimiento y salvación de esas culturas y de esos pueblos.
El segundo planteamiento es el que ofrece la pobreza y miseria del mundo, fruto de la insolidaridad y de la injusticia. La famosa congregación XXXII, una de las más importantes de la historia de la Compañía de Jesús, conducida por el padre Arrupe, dio un enorme relieve a la promoción de la justicia desde los pobres y para los pobres, como exigencia ineludible de la fe. En la Iglesia de Occidente la fe y la justicia habían estado, si no divorciadas -y cada una en busca de otro casamiento-, al menos muy separadas. En vez de la justicia se iba por el camino de la caridad limosnera. Arrupe y su congregación quisieron dar un vuelco decisivo a esta situación verdaderamente escandalosa para la fe. De ahí a la opción preferencial por los pobres y a la teología de la liberación no hay más que un paso. Y ese paso se ha dado con escándalo de los hermanos mayores, pero con enorme alegría para quienes se habían apartado de la fe, convertida según ellos en el opio del pueblo.
Basten estos pequeños trazos para, mostrar la gigantesca contribución de este vasco a la gran fundación de Ignacio de Loyola. Lejos de destruirla la renovó y fortaleció de forma excepcional. Lo que hizo Juan XXIII con la Iglesia lo hizo Arrupe con la vida religiosa. Lo único que hay que temer es que lo hecho por este vasco universal vuelva a ser coartado, lo fue también a veces la obra del otro general jesuita vasco, el fundador Ignacio de Loyola. El que Arrupe haya suscitado muchos problemas y tensiones no puede verse más que positivamente. Ha sido el caso de la mayor parte de los santos cuando a su condición de tales añaden sin buscarlo una gran capacidad de interpelación. Lo peor que pudiera suceder es que enterrasen su fuerza y su espíritu. No va a ser fácil, no sólo porque su ejemplo, sus escritos y la transmisión de su fuerza sigue vigente en muchos jesuitas, sino porque gran parte de los jesuitas actuales ha sido profundamente transformada por los relativamente pocos años de su generalato. La última congregación general y el nuevo general, padre Kolvenbach, han visto que en la obra de Arrupe está el dedo de Dios. Y están decididos a proseguir su obra.
(*) Por una amarga pirueta del destino, este es un artículo doblemente necrológico. No sólo por referirse a un personaje que ha fallecido, sino porque el autor, el padre Ignacio Ellacuría, precedió al que fuera su superior y maestro, Pedro Arrupe, en quince meses, víctima de la violencia incivil que azota El Salvador. Lo escribió Ellacuria hace aproximadamente tres años, con motivo de una grave crisis en la enfermedad del antiguo prepósito general de la Compañía de Jesús, que hacía temer un desenlace inmediato.
El que fuera rector de la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador se encontraba esos días en Bilbao y realizó una visita a la redacción de EL CORREO. En el curso de la misma y dada su condición de discípulo predilecto de Arrupe, se le pidió que analizara en un artículo el papel jugado en la Compañía de Jesús por el único vasco que la ha dirigido desde que la fundara otro vasco, Ignacio de Loyola.
Ellacuria cumplió el encargo con diligencia y a los pocos días envió cuatro folios escritos a máquina. No podía suponer que su muerte sobrevendría antes de la de Arrupe en el campus ensangrentado de la UCA, y que su artículo tendría carácter póstumo. Este es.
El Correo (6 Febrero, 1991)
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