Arturo Uslar Pietri
Hace pocos días se cumplieron sesenta años de la muerte del general Juan Vicente Gómez, quien gobernó a Venezuela, desde la Presidencia de la República o desde la Comandancia en Jefe de las Fuerzas Armadas, por veintisiete años que van desde fines de 1908 hasta fines de 1935, en los cuales se produjo la más grande transformación económica y social de este país, que pasó, con todas las inmensas consecuencias positivas y negativas que ello significa, de ser un modesto exportador de café y de cacao a ser uno de los mayores productores de petróleo del mundo.
Durante los largos años de su predominio se le temió, obedeció y exaltó de manera continua y creciente. Desde su muerte, por natural reacción, la voz que vino a predominar fue la de sus opositores y contrarios, quienes lograron destruir, con mucho empeño y éxito, aquella imagen favorable para sustituirla en la más completa negación y condena de su papel en la historia del país.
Lejos está de haber terminado la polémica, como lo demuestran las publicaciones surgidas con motivo de ese aniversario, a pesar de que en los últimos años se han hecho algunos valiosos y documentados esfuerzos por lograr una evaluación objetiva de esta excepcional figura histórica, entre los cuales hay que nombrar, con toda justicia, el libro Juan Vicente Gómez, de Tomás Polanco Alcántara, y el libro Gómez, el tirano liberal, de Manuel Caballero, que podrían dar base para una apreciación más equilibrada.
Es grande el riesgo que un país corre en no conocer suficientemente, en sus verdaderas características, su propio pasado. Esa ignorancia del ayer influye en muchas formas negativas en la manera cómo se entiende el presente y, aun más, en aquella en la cual nos atrevemos a vislumbrar el porvenir.
Desde su Independencia, Venezuela ha sido un país que ha experimentado, en grado excepcional, grandes rupturas históricas, con todas las consecuencias de diversa índole que esto significa. La más grande de todas fue, sin duda, la Independencia misma. Aquel pequeño país, de no más de setecientos mil habitantes, dispersos en un territorio vasto que sólo muy tardíamente llegó a ser unificado bajo una sola administración política, desde 1810, fecha de la Declaración de la Independencia, hasta 1830, fecha de la muerte de Bolívar, asumió un papel gigantesco, desproporcionado y ruinoso en la descomunal empresa de la Independencia de la América del Sur.
Por una peculiaridad que todavía no ha sido bien estudiada, los venezolanos desde el primer momento concibieron la Independencia como una empresa continental. Los movieron más los proyectos del futuro que las realidades del presente. Concibieron la Independencia de Venezuela como una etapa preliminar de una empresa mucho más vasta, que debió comprender inevitablemente a la actual Colombia y al Ecuador, y posteriormente a toda la extensión continental hasta la frontera de la Argentina y de Chile. Inventaron, con Miranda, el nombre de Colombia, que se convirtió en la eficaz designación para la nueva utopía.
Ningún otro país latinoamericano pagó tan alto precio por la Independencia, ni la concibió en dimensiones geográficas tan gigantescas. El país se arruinó atrozmente. Rompió completamente su estructura social, abolió todas las instituciones del pasado, perdió la tercera parte de su población y las bases mismas de su vida económica y social tradicionales. La Independencia no sólo tuvo este carácter cataclísmico, sino que transformó también a fondo la noción de la realidad histórica. Las grandes victorias y hazañas que van desde Boyacá, pasando por Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho, se convirtieron en una especie de paradigma fabuloso de epopeya real y viviente que deformó el sentido del pasado y la realidad histórica que provocó, por la comparación con los disminuidos presentes, un rechazo constante de la realidad política.
Lo que vino después de la Independencia fue un siglo de disolución de las instituciones, de guerra civil continua y de caudillismo como única forma de autoridad y de orden. Hubo momentos en que se pensó en crear tres países distintos y separados como fórmula para hallar la paz.
Tres grandes caudillos sucesivos, surgidos de la guerra, llevaron adelante, cada uno a su manera, la empresa de rehacer la nación, de acabar la guerra y de establecer las bases para un posible y duradero progreso nacional. El primero fue el general José Antonio Páez, desde 1830 hasta 1845. El segundo es el general Antonio Guzmán Blanco, heredero del caos de la guerra federal, quien intentó, no sin algún éxito, reconstruir el país deshecho por la guerra, entre 1870 y 1887.
El tercero es, sin duda, el general Juan Vicente Gómez, quien, durante su largo dominio autocrático, logró algunos objetivos fundamentales y valederos. Acabó con la guerra civil, creó el Ejército nacional, echó las bases del Estado nacional, acabó con el caudillismo y con los partidos históricos, abrió el camino para el desarrollo petrolero y pagó la vieja deuda que venía desde la Independencia.
Es innegable que, de esta manera, a su muerte, dejaba sentadas las bases para el desarrollo real y firme de un país moderno. Así se intentó, inmediatamente después de su muerte, por su sucesor designado, el general Eleazar López Contreras, y por el general Isaías Medina Angarita. En 1945 ocurrió otra nueva ruptura que desemboca hoy en la inmensa crisis política, económica y social que encara el país.
Recuperar toda esa historia en su sentido verdadero y rectificar a fondo todos los mitos y supersticiones que la han deformado es la primera tarea para sacar a Venezuela de sus actuales dificultades.
(07.01.1996)
Lilian Tintori felicitó efusivamente al militar Bolsonaro y le pidió su ayuda para echar a Maduro.
¡Pobre Venezuela! Tiene peor el remedio que la enfermedad.
Publicado por: CAUSTICO | 10/31/2018 en 07:32 a.m.
Cosas parecidas dice la derecha mejicana sobre el tirano Porfirio Díaz: que si facilitó el comercio, que si hubo crecimiento económico, que si había paz, etc. Todo esto lo hemos oído por aquí sobre otro caudillo famoso nacido en El Ferrol. No importa que estos tiranos trabajaran para el gran capital, ya fuera nacional o yanqui, o que utilizaran la tortura y el asesinato de forma sistemática; lo importante es que el "país" se enriqueciera. ¡Qué forma tan sencilla de valorar la historia! Con este patrón Josif Stalin sería uno de los líderes más exitosos del siglo XX. ¿O acaso la URSS no se industrializó a marchas forzadas durante el estalinismo?
Tanto Gómez, como Díaz como Franco fueron en muchos momentos títeres de Washington y pusieron sus respectivos países al servicio del Tío Sam. ¿O acaso los petroleros yanquis no hicieron el agosto en la Venezuela de Gómez? Por esto es chocante ver a las burguesías nacionales de estos países tenerles tanta devoción. Serán burguesías pero de nacionales tienen bien poco...
Publicado por: Señor Negro | 10/31/2018 en 10:04 a.m.
América Latina es la zona más desigual del mundo, con países ricos dónde abunda la miseria y el analfabetismo. Por eso me río yo cuando desde Europa se critica la pobreza cubana. América Latina juega en otra división y en esta división Cuba no queda nada mal, con una criminalidad muy inferior a la de Colombia o Venezuela. Supongo que por esta pobre educación abunda tanto el populismo allí, tanto de derechas como de izquierdas, y por eso Tintori y Bolsonaro pueden decir las barbaridades que dicen.
A veces da la sensación de que la Ilustración aún no ha llegado a América Latina. En aquellas tierras se necesitan muchos Voltaires...
Publicado por: Señor Negro | 10/31/2018 en 10:30 a.m.
¿Hay alguien con dos dedos de frente y un poco de amor propio que acepte que la niña que ha leido el artículo de la Constitución vaya a reinar en España sin que nadie le haya elegido, en pleno Siglo XXI?
A mí me da vergüenza ajena, españolitos.
Publicado por: CAUSTICO | 10/31/2018 en 04:55 p.m.