«Era alto y claro como el monte Fuji». Así definía al Padre Arrupe, prepósito general durante 18 años de la Compañía de Jesús, uno de sus ex novicios en los trágicos tiempos de Hiroshima, aludiendo al símbolo más sublime para un japonés. Con su muerte, acaecida en Roma, su figura se engrandece aún más. Es obligado situarla entre las más destacadas de la historia contemporánea de la Iglesia, y sin duda, como la de un auténtico profeta y testigo cualificado del siglo XX. Pedro Miguel Lamet, corresponsal religioso de Diario 16 y autor de la biografía «Arrupe, una explosión en la Iglesia», glosa aquí la figura de este vasco universal.
CREATIVIDAD Y OSADÍA
La vida de Arrupe, que se ha extinguido suavemente como una pavesa estos últimos diez años en la curia de la Compañía de Jesús en Roma, ha sido un puente de creatividad y evangélica osadía, tendido entre dos guerras. Este singular jesuita nació a la experiencia de una energía transformadora entre los cascotes de la fatídica primera bomba atómica, cuando convirtió su noviciado en repentizado hospital para cientos de fantasmas ambulantes, supervivientes que llevaban en sus rostros el horror de un infierno creado por el hombre.
Ahora, Arrupe acaba de morir en silencio mientras el mundo contempla con ojos desorbitados el estallido y la insania de otra nueva guerra. En un mundo de odio y destrucción la figura sonriente, optimista y constructiva de este vasco universal contribuyó a poner los cimientos de la actual inquietud por la justicia, la paz y la fraternidad.
Aquel muchacho nacido en el Bilbao siderúrgico de 1907, hijo de un arquitecto fundador de «La Gaceta del Norte», alumno de Medicina en Madrid del profesor Negrín, que se enfadó de que su brillante alumno se hiciera jesuita, viviría todas las convulsiones de su tiempo. Desde el destierro de España, por la expulsión de los jesuitas, hasta el apocalipsis de Hiroshima, pasando por la cárcel en Japón acusado de «espía», la experiencia de la injusticia y la vanguardia de la inculturación.
El que se hiciera japonés entre los japoneses, cuando practicar el tiro del arco o la ceremonia del té al estilo Zen no era todavía ninguna moda entre los occidentales, creó una provincia multinacional en la Compañía japonesa, que sería para él como un tubo de ensayo del cometido más universal para la que sería elegido en 1965: liderar como superior general a una de las órdenes más influyentes de la Iglesia católica.
Arrupe no es sólo la figura del posconcilio que lanza a los jesuitas a la aventura de comprometerse a luchar contra la injusticia en las fronteras del Tercer Mundo. «Don Pedro», como le llamaban cariñosamente sus súbditos, cambió el «ordeno y mando» de la férrea orden ignaciana por una sonrisa de amor evangélico, y la ascética cerrada en sí misma en un impulso positivo de servicio, definiendo a los jesuitas como «hombres para los demás».
Lejos de huir y arredrarse en tiempos de crisis, apretaba el acelerador buscando nuevos horizontes en los convulsos años 60 y 70. Cuando los catastrofistas se asustaban por las deserciones y la crisis vocacional, Arrupe decía sonriendo: «El último que apague la luz»; y cuando un jesuita «colgaba los hábitos» exclamaba: «Ahora tenemos que quererle más.» No era un loco, era, hasta por su parecido físico, un nuevo Ignacio de Loyola quien se atrevía a decir que «si la Compañía se disolviera como sal en el agua le bastaría un cuarto de hora de oración para reencontrar la paz».
Pero este talante, su nueva concepción de la obediencia, su estilo amistoso de gobernar, su defensa del proscrito Teilhard de Chardin, sus visitas en la cárcel a Daniel Berrigán, el jesuita procesado en Estados Unidos por quemar los archivos del Vietnam, su intención de actualizar a la Orden, su valentía ante dictadores como Stroesnner y Franco, acabarían por costarle caras.
INCOMPRENDIDO Y TRAICIONADO
Sufrió la incomprensión y hasta la traición dentro de sus filas. Algunos judas tienen nombre y apellidos. Se le acusó de que «un vasco fundó la Compañía de Jesús y otro se la estaba cargando». Tuvo que enfrentarse con un riesgo de escisión por parte de los de la «estricta observancia». Y finalmente recibió una admonición de Pablo VI durante la congregación general, que se replanteó la supresión de los «grados» o categorías de jesuitas y decidió optar por la justicia, el Papa que le quería «como un abuelo» y conservaba en su devocionario las oraciones compuestas por él.
Finalmente su gran noche oscura vendrá en tiempos de Juan Pablo II, que se resiste a recibir al general de los jesuitas. Sólo dos veces, durante diez minutos, pudo Arrupe conversar con él. Y, cuando lo consigue y le presenta su dimisión por no sentirse con la confianza de la Santa Sede, el Papa se la niega. Tenía en mente otros planes de reforma sobre la Compañía.
Se diría que el Papa blanco y el vulgarmente llamado «papa negro» hablaban entonces dos lenguajes diferentes. Arrupe obedecía sonriendo y animando a sus compañeros. Pero algo se rompía dentro de él en una secreta y terrible noche oscura. Al regreso de un viaje a Extremo Oriente, el 7 de agosto de 1981, cae gravemente enfermo, víctima de una trombosis cerebral. En octubre otro golpe más duro de la Santa Sede vapulea al debilitado Arrupe. El cardenal Casaroli le deja llorando en su cuarto de enfermería con una carta por la que el Papa interrumpía el proceso constitucional de la Compañía, destituía al vicario designado por Arrupe, padre Vicent T. O'Keefe, y nombraba a dedo, como delegado suyo en la Orden a un octogenario jesuita semiciego, confesor de dos Papas considerado como la antítesis ideológica del general, Paolo Dezza y como coadjutor a Gisseppe Pittau.
Arrupe inclinó la cabeza, y anonadado, obedeció una vez más. Cuando le visité en Roma para tomar datos para mi biografía, Arrupe, rosario en mano, parecía un Cristo de Mantegna, pálido y transparente, perdido entre las sábanas blancas, sonriendo aún desde sus torpes labios hemipléjicos, besando la mano de los que intentaban besársela a él, sin abandonar nunca ese gesto con el que parecía pedir perdón casi por ser.
PUENTE CULTURAL
Entonces, con su media palabra de enfermo el hombre que había hablado siete lenguas y había sido recibido por los más importantes personajes de aquel tiempo, me abrió balbuciente su corazón, un corazón partido entre su obediencia y su noche oscura, entre la incomprensión y la claridad interior. «No lo entiendo. No lo comprendo —me decía—, el Papa conmigo habló poquísimo. Yo nunca intenté forzar ninguna voluntad. Siempre dialogué con todos. Yo estaba interiormente convencido. Veía claro. Era maravilloso. Una experiencia de Dios. Ahora estoy roto. No sirvo para nada. Pobre hombre. En manos de Dios.» Y me confío luces de carácter místico que tuvo a lo largo de su vida.
Después que la Compañía volvió a sus cauces habituales y una vez elegido el nuevo general, Peter Hans Kolvenbcah, Arrupe viviría sin vivir todavía ocho años más de silencio en su pequeño cuarto de enfermería, por el que pasarían a visitarle desde el propio Papa, que fue a verle tres veces, hasta gentes innominadas de todo el mundo que se honraba con su amistad, pasando por la Madre Teresa, el cardenal Pironio, Roger de Taizé y un grupo de protestantes que encendían una vela y entonaban himnos en su presencia.
Con Arrupe no sólo desaparece del mapa un santo vivo. Se va el pionero de la inculturación en la Iglesia, el líder de la adaptación de la vida religiosa después del Concilio, un puente cultural entre Oriente y Occidente, el padre espiritual de los veinte mártires jesuitas en países del Tercer Mundo, un adelantado del diálogo con el mundo y las ideologías, un amigo de los refugiados y drogadictos y, sobre todo, un enamorado de la figura de Jesús de Nazaret, que conjugó en su vida fidelidad y profecía.
Si hubiera que sintetizar la vida de Arrupe en una anécdota elegiría ésta: Cuando daba catequesis de adultos en Japón, un viejo japonés le miraba sin pestañear sin que durante seis meses dijera nunca nada. Arrupe entonces se atrevió un día a preguntarle: «¿Qué opina usted de mis explicaciones?» El japonés respondió: «No puedo opinar porque no he oído nada. Soy sordo. Pero basta con mirarle a los ojos. Usted no miente. Lo que usted cree, eso creo yo.»
Lo mismo ha hecho Arrupe estos diez últimos años de nuevos cambios involutivos en la Iglesia, sólo que al revés. Su impresionante silencio gritaba a voces. Ahora, que Arrupe ha muerto, su ejemplo, su valentía y su compromiso permanecen vivos para la Iglesia y el mundo, como su imponente figura, alta y clara como el Fujiyama.
Por: Pedro Miguel Lamet
El ppa que llegó como símbolo de los nuevos tiempos en la iglesia católica, resulta que echa la culpa de la pedofilia al "maligno" y pide ayuda al arcángel San Gabriel.
Uyy uyy uy. Esto está mucho peor de lo que creía.
Publicado por: CAUSTICO | 10/09/2018 en 08:24 a.m.