La crónica procaz y maldiciente del peregrino francés del siglo XII, que estampó para la posteridad la diatriba más feroz sobre los vascos de aquel tiempo, publicada en DEIA el domingo 16 de junio, me trae a la memoria la carta que el obispo de Córdoba y después mártir, Eulogio, dirige a su hermano en el episcopado, Wiliesindo de Pamplona. Eulogio de Córdoba, de la cultísima metrópoli califal, hace un viaje memorable en el año 848 para visitar los monasterios navarros en las fragosidades del Pirineo. Transcribo, de un trabajo aún inédito, del inolvidable D. Andrés E. de Mañaricúa.
«De todo ello resulta que el año 848 existían en lo más intrincado del Pirineo navarro, cinco monasterios -uno de ellos conocido en todo el Occidente- que florecían extraordinariamente en la virtud y en los cuales los monjes —cuyo número era elevado- se dedicaban al estudio.
En aquellos tiempos, en los que los documentos monásticos apenas mencionan otros libros que los indispensables para el rezo litúrgico y en los que no aparece alusión alguna a escuelas o escritorios, San Eulogio encuentra en monasterios navarros numerosos libros desconocidos en Córdoba, algunos de los cuales llevó consigo en su regreso a la capital musulmana. Entre ellos se hallaban «La ciudad de Dios», de San Agustín; la «Eneida», de Virgilio; las poesías de Juvenal y Horacio, los epigramas de Adhelelmo de Malmesmury, los «Opúsculos filosóficos» de Porfirio, las fábulas de Avieno...».
Pensemos que cualquiera de estos códices regalados por los generosos monjes vascones al obispo de Córdoba tenía entonces un valor semejante al de las grandes obras maestras disputadas en las subastas de nuestros días, que alcanzan cifras astronómicas.
«Leyendo la epístola del mártir cordobés no puede menos de pensarse en una Navarra en la que el cristianismo había logrado echar profundas raíces ya desde siglos antes, en la que la civilización cristiana había llegado a su apogeo.
¿Nos merecerá menos crédito la autoridad del santo mártir cordobés, que convivió por tiempo con el obispo de Pamplona y los monjes navarros, que examinó de cerca la vida de sus cenobios, que registró sus bibliotecas... que la del peregrino parcial, envenenado ya de antemano contra el país, despechado por el cobro de unas miserables monedas, que no dudó en hacer brotar en su mano palabras tales que una pluma honesta se resiste a transcribir?».
El redactor de DEIA las transcribe en su artículo, sacudiéndose los escrúpulos de Mañaricúa y casi se las perdona en gracia a un puñado de arcaicos vocablos vascos que se sumarían a los primeros aparecidos en las Glosas Emilianenses.
Yo no llego a tanto en mi misericordia. Supongo y deseo que Dios le habrá perdonado en gracia a su penosa peregrinación jacobea. Pero la Historia debe calificarle como el más insigne bellaco que jamás pisara las rutas del Apóstol. Más si se tienen en cuenta los sórdidos y mezquinos motivos de su diatriba.
Al salir de los dominios carolingios y llegar a las fronteras de Navarra, tropieza con los alcabaleros del rey de Navarra y Aragón, Alfonso I. Ni el latín eclesiástico ni el dulce romance galo le sirven para nada ante unas gentes que hablan otra lengua inextricable, seguramente con voces broncas por la discusión con este viajero a quien su condición de clérigo y de francés le hacen creerse en posesión de pasaporte universal. No es extraño que la lengua de estos alcabaleros inmisericordes se le antoje «bárbaro idioma» que «te recuerda el ladrido de los perros...» Pero al fin debe aflojar su bolsa si quiere continuar el viaje romeral. Y por lo visto en más de un paso, también en el cruce de ciertos ríos le sirve de poco su locuela latiniparla, por lo que estalla su indignación, y cual si fuera obispo o papa fulmina excomunión contra «...estos alcabaleros y el Rey de Aragón y los demás ricos, que la manda del tributo reciben de ellos, y todos los consintientes... con toda su futura descendencia y con los demás señores de los predichos ríos, que de los mismos barqueros reciben injustamente el precio del pasaje, y así mismo los sacerdotes que, sabiéndolo, les administren la Penitencia y la Eucaristía.., o en la Iglesia les admitan, hasta que se enmienden por larguísima y pública penitencia y pongan moderación en sus tributos...» (¡Ahí le duele!).
Si a esto se añade la memoria histórica... Aymeric atravesaba el paso de Roncesvalles, en el que los antecesores de aquellos bárbaros aulladores, los vascones, habían aniquilado la retaguardia de Carlomagno, dando muerte a la flor y nata de los caballeros del Emperador, de los que el viajero se hace lenguas, venerándolos como mártires. Nada de extraño tiene que se desatase en los mayores dicterios y enfatizase las más abyectas generalizaciones sobre los navarros y vascos afines, como las que transcribe el articulista de DEIA.
Lo incomprensible es que un testimonio tan tendencioso e interesado se haya utilizado, al tiempo que el del viajero y obispo luso Hugo, aún de más ínfima calidad, como base histórica para afirmar el estado de barbarie e idolatría de los vascos hasta el siglo XI, y aún los comienzos del XII. por un puñado de historiadores que se han venido repitiendo y copiando hasta nuestros días, bebiendo en tan ponzoñosa fuentes... y hayan prescindido olímpicamente del viajero cordobés, San Eulogio, que a mediados del siglo IX describía con admiración el esplendor espiritual e intelectual de los cinco monasterios del Pirineo navarro. Imposible florecimiento en un ambiente de barbarie y bestialidad como el descrito por la venenosa pluma de Aymeric Picaud. En algunos «historiadores» de nuestros días, deseosos de minimizar el hecho del cristianismo y su influencia en la civilización vasca... se explica. En otros.... ¿son conducidos por la convicción patriótica de que la cultura, el Evangelio y su moral no llegaron sino con la influencia bienhechora de los pueblos circundantes?
Anastasio Olabarría (*)
(*) Canónigo emérito de la Catedral de Bilbao.
Deia (28 Junio, 1991)
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