Por: Miguel Herrero de Miñón
Todo el mundo habla mal de la clase política. Por ello los políticos se hacen reproches entre sí, achacándose prácticas corruptas, tentaciones amiguistas y alejamiento de la sociedad y de sus problemas reales. Para mí que el mal no está en algunos políticos, ni menos en todos, sino en la forma de hacer política. Se trata, como diría Don Enrique Tierno, secularizando ideas de teología moral, de un mal estructural. Por ello, para corregirlo, hay que ir a la estructura de la política, a los partidos, y sanearlos, abriéndolos a la sociedad, sometiéndolos a ella y poniéndolos a su servicio. Para ello propongo cinco medidas:
1).- El exponente más claro del protagonismo exclusivo y excluyente que los partidos han adquirido en la política, es la nueva condición de los Grupos Parlamentarios en las Asambleas representativas. Ello da lugar a un notabilísimo empobrecimiento de la vida parlamentaria. Los diputados no son más que una cifra abstracta e intercambiable. Sólo actúa el portavoz del grupo, es decir, la propia dirección del grupo. La primera consecuencia es que tal experiencia retrae de la dedicación parlamentaria a los elementos suficientemente valiosos para no conformarse con la triste función de votante mudo o mandatario ocasional de la dirección del partido.
El pluralismo social que los partidos debieran reflejar en su seno con tanta mayor riqueza cuanto más amplio, interclasista e intergrupal el partido pretende ser no encuentra su reflejo en la vida parlamentaria. Y la acumulación de experiencia y prestigio que acrecienta el peso político de una institución se esteriliza cuando no se elimina. Así es posible que quienes han ejercido en el gobierno o en la oposición las máximas responsabilidades, queden reducidos a la condición de meros votantes, sin posibilidad de exponer, al margen del portavoz único de su partido, lo que su propia experiencia personal y su propia reflexión política le permitirían aportar.
La primera vía para corregir las tendencias señaladas sería quebrar el monopolio de los portavoces en las asambleas y ello puede hacerse, sin mengua de los grupos parlamentarios, si, como permiten los reglamentos parlamentarios, se habilitan turnos distintos de los correspondientes a los propios grupos, cuya concesión correspondiera, discrecional y prudentemente, al Presidente de la Cámara, y que los grupos se comprometieran a no entorpecer.
2).- La segunda medida, íntimamente conectada con la anterior y que contribuiría no sólo a mitigar el protagonismo exclusivo de los partidos, sino a revitalizar el Parlamento, es la "eliminación de la disciplina de voto", si no en grado tan amplio como en EE.UU., sí reduciéndolo a los casos en que están en cuestión elementos básicos del programa de Gobierno o su propia subsistencia (investidura, confianza, censura). Cuando no se den tales supuestos, exigir disciplina de voto es eliminar la utilidad del debate, que se reduce a una superposición de fijaciones de posición previas e irreductibles. Para introducir una medida semejante bastaría el acuerdo de los propios grupos parlamentarios. 3).- Una tercera medida consiste en la "eliminación de las candidaturas cerradas y bloqueadas", que en las primeras elecciones indujeron al elector a preferir globalmente a un partido, y pueden llevarlo hoy a desconfiar primero y abstenerse después, de un proceso electoral convertido en forzado plebiscito entre diversas candidaturas que en todo le son lejanas y ajenas, cuando no repelentes. El remedio no puede ser otro que la "apertura de las listas electorales", permitiendo en una primera fase al menos la reordenación y selección de los candidatos de una sola lista y, en segundo momento, el "panachage" de listas. Ello daría lugar a que los electos incrementaran su peso político personal en virtud del apoyo social que recibieran; a que los partidos políticos se cuidaran de introducir en sus listas candidatos atractivos y a excluir a los notablemente deleznables y que, por hipótesis, hoy serían elegidos mecánicamente al amparo de unas siglas; y a que personalidades conscientes de su apoyo popular optaran por la vía parlamentaria e hicieran valer su posición en el partido. Ello requiere sólo revisar algunos artículos de la Ley Electoral.
4).- La cuarta medida se refiere a las "incompatibilidades de los miembros de asambleas representativas" y, fundamentalmente, de los Diputados y Senadores. Una sociedad moderna es sobre todo una sociedad de trabajadores, donde cada vez son menos y menos respresentativos quienes no tienen parte en el proceso productivo y nada tienen que ver con las rentas del trabajo. En consecuencia, declarar incompatible el trabajo profesional y la representación parlamentaria es reservar ésta ya a los funcionarios públicos de escasa vocación, propensos a solicitar una excedencia, ya a quienes, carentes de toda profesión, encuentran en la vida pública el sustituto de la misma. Ningún profesional cualificado tendrá acceso al Parlamento. Sólo los profesionales de la política tendrán en él su coto privilegiado. La adopción de esta medida supondría modificar la actual ley electoral y restablecer la situación de incompatibilidad con el ejercicio privado de la profesión sólo cuando hubiera un conflicto de intereses.
5).- La quinta medida consiste en "privar a los partidos de la financiación privilegiada" de que ahora gozan a cargo del Presupuesto del Estado. No es éste el momento de abordar la larga polémica sobre las ventajas e inconvenientes de la financiación pública de los partidos políticos. Sin duda cumplen una función política de primer orden que por ello podría merecer tal apoyo financiero. Pero el problema estriba en que tal vez, en determinadas circunstancias, la asistencia así justificada contribuye a perturbar el recto cumplimiento de la alta función de los partidos políticos en la democracia. La eliminación de la financiación pública crearía un grave problema económico a los grandes partidos políticos, lo cual, para empezar, les obligaría a reducir gastos burocráticos y a depender, mucho más que hasta ahora, de colaboraciones gratuitas y voluntarias, esto es a contar más con la participación de militantes y simpatizantes. Pero, además, les obligaría a dar la importancia debida a las cuotas de los afiliados, con el consiguiente impulso democratizador que ello tiene en toda vida corporativa, y a contar con una financiación privada que debe ser tan ilimitada y diáfana como cualquier contribución generosa a una entidad con fines de utilidad pública y como tal, fiscalmente incentivada. Por otra parte, nada debiera impedir a una fuerza política la creación, a la luz pública, de empresas cuyos beneficios se destinaran con toda claridad a su financiación. Cuando se tilda de corruptores a tales cauces de financiación, nadie explica por qué sería nocivo y deshonesto convencer a la sociedad de aportar recursos para el desarrollo de una labor política u obtener beneficios lícitos en una economía de mercado y dedicarlos a un fin de utilidad pública como el que un partido político debe perseguir y, en cambio, se considera decoroso obtenerlos sin esfuerzo propio y de espaldas a la sociedad, con cargo a los presupuestos del Estado. Para conseguir esta meta, basta con reformar en el sentido indicado la Ley de Financiación de los partidos políticos; introducir las concordantes medidas de fomento por vía de deducción en el impuesto general sobre la renta y en el impuesto de sociedades en las correspondientes normas fiscales: y reducir varios miles de millones en los presupuestos generales del Estado y en las dotaciones directas a los grupos parlamentarios, autonómicos y municipales.
Diario YA (12.07.1991)
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