Más de uno recordará la escena. Fue cuando un grupo numeroso de vascos exilados se detuvo por algunos días en la isla de Santo Domingo, camino de su refugio definitivo en Venezuela. El salto lo hacían en un pequeño barco dominicano, que no podía dar cabida a todos. Y en su primer viaje casi había más vascos en el muelle diciendo adiós a los que zarpaban. El sol pegaba de firme, los marineros criollos soltaban amarras, y en la fortaleza se asomaban algunos presos. Canícula, trópico, exilio. Pero en el muelle estaba Jon de Oñatibia con su txistu, y los acordes del "Agur, jaunak" entonaron la despedida de los vascos que quedaban a los vascos que partían. Un sólo coro, que la distancia fue partiendo, unió a todos en la misma nostalgia de la Patria lejana. Y en lo alto del puente, un capitán rompió a llorar.
El capitán era don José de Urrutxua, que, emigrado desde hacía muchos años en la cuenca del Mar Caribe, recordaba los años mozos y sentía vibrar la emoción racial.
Han pasado diez años más desde entonces. La prensa nos trae hoy la noticia de su muerte en el mismo mar tropical, navegando hasta última hora con sus setenta años a cuestas. Y el recuerdo llena el paréntesis con hechos y frases que la convivencia fue engarzando en una amistad de las que nunca se olvidan. Urrutxua, el viejo Urrutxua!
Había nacido en Gernika, y en su juventud conoció a Sabino. Ni don José era político ni entendía muy bien los acontecimientos que se habían sucedido en su tierra; pero seguía sintiéndose profundamente vasco, y en el sitio más visible del comedor exhibía la ikurriña y el retrato de Arana Goiri. Que constantemente salía como estribillo en sus recuerdos de antaño: "Yo estuve con Sabino en Kanala, ¿sabes?..." Mas tarde sus hijos figuraron en las filas de los estudiantes vascos y nacionalismo; y pocas emakumes ganaran en fervor a su esposa, doña Bienvenida. Pero don José era sólo el prototipo del vasco que un día sale a navegar, recorre el mundo, a veces muere lejos de Euzkadi, pero que hasta el día de su muerte sigue hablando en euzkera.
El Mar Caribe le amarró a sus costas. México, Cuba, Santo Domingo; y con los barcos cambió de nacionalidad más de una vez. La primera, un cónsul español le afeó su conducta. "Yo soy vasco, lo demás es igual", respondió. Y en el fondo de su alma hurgaba y hurgaba el deseo de regresar. La guerra se lo dilató. Poco antes habían llegado esposa e hijos; que más de una vez discutieron con vehemencia en las tertulias contra franquistas y germanófilos. Don José, más templado, sonreía y a veces preguntaba: "Tú ¿qué piensas? ¿Volveremos pronto?" Entretanto, cumplía con su deber.
En el mismo barco que un día llevó a los refugiados vascos de Santo Domingo a Venezuela. La guerra mundial había alcanzado las aguas del Caribe; los aliados necesitaban el concurso de todos, y Urrutxua unía con su barco las Islas antillanas. Un día supimos que otro barco semejante, bajo el mando de Beotegi, se había ido al fondo del mar cañoneado por un submarino alemán; la única víctima era un vasco, Alejandro de Solaetxe. Y Urrutxua debía zarpar en el suyo; nos despedimos en misa mayor; don José sonreía como siempre; su sobrino Txomin nos miró con ojos de recelo y nos dijo: "Tengo una buena oferta en Panamá, pero no puedo dejar al viejo, al menos en este viaje." Tres días después el barco era torpedeado en las aguas de la Martinica, y Txomin desaparecía en sus calderas; don José, nadie sabe cómo, alcanzó la costa a nado, quizás le despidió la misma explosión.
Se había salvado por milagro. Pero, por vez primera sujeto a tierra, la inacción estuvo a punto de llevarle al sepulcro. Su figura era inevitable en el Parque Colón, donde trataba de matar su aburrimiento; el aburrimiento de no navegar, y la obsesión del sobrino desaparecido por estar con él en la hora de peligro. Beotegi, más joven, seguía navegando, aunque fuese en un cascarón de nuez. Urrutxua no tenía barco; y Urrutxua lo necesitaba. "Cuando yo muera...", me recomendaba cada vez que le veía; y sus instrucciones iban hacia las hermanas de Txomin, allá en Ibarrangelua, que habían quedado desamparadas. Un día entró al hospital, y los médicos no le encontraron mal alguno; nostalgia del mar, nostalgia de Gernika; contra eso no hay vitaminas. Sólo cabe navegar; y a falta de un barco encontró la barcaza de un ingenio azucarero.
Desde aquel día Urrutxua volvió a ser el de siempre. Desde que se sintió flotando de nuevo sobre el mar. La última vez que le vi, hace cuatro años, su corpachón era tan robusto como antes y su sonrisa la misma. No hay que decir que su despedida fue también: "Tú ¿qué piensas? ¿Volveremos pronto?" Pero no tuvo tiempo de volver.
''Cuando yo muera...". Entonces nos parecía imposible. Hoy vuelven desde lejos sus frases entrecortadas en mal castellano; arropadas en una neblina que no sé si es de huracán tropical o de galerna vasca. Agur, don José; vivió usted como vasco y honró el nombre de los suyos; no le olvidaremos!
Euzkadi de Caracas
Nº 67
Febrero 1950
Por Amurriotarra
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