JOSÉ RAMÓN SCHEIFLER AMEZAGA
Han bastado unas horas desde que a las dos de la mañana del 12 de octubre de 1987, comenzó a sentirse mal. A las tres y media de la tarde se nos había ido. Final rápido de una vida movida, tan movida como llena. Llena de esfuerzo, de trabajo, de logros, de vitalidad. Hasta el último momento tuvo en vilo sus singulares cualidades de científico, de vasco, de hombre.
Nadie hubiera imaginado lo que encerraba aquel niño enfermizo y tímido, ni aquel humilde trabajador de alpargata y jornal escaso y escurridizo, ni aquel estudiante tardío y a trompicones en las celdas y campos de concentración, donde hizo su carrera, y después de las fatigosas faenas del trabajo manual Pero la veta de genio siguió su camino entre las mil inclinaciones de sus polifacéticas cualidades, abandonando en la cuneta al novelista “malogrado por desconfiado», hasta el campo de la lingüística, en especial de la morfología y diacrónica vasca, en la que tiene un nombre eterno y una escuela interminable de discípulos.
Miembro de todos los tribunales y jurados académicos —toda la cultura euskaldun pasaba de alguna manera por sus manos—, ha sido de esos hombres a quienes los honores no han llegado demasiado tarde: doctor «honoris causa» por la Universidad de Tarence (Burdeos) en 1982. Premio Ossian en 1983. Premio Nacional de Literatura, etc.. etc.
Pero los honores nunca le hicieron ni renegar de su pasado ni renunciar a sus compromisos políticos. Militante nacionalista desde los 18 años, aquellas bandas de armiño sobre raso rojo, especie de estola litúrgica que el rector de la Universidad de Burdeos colocaba sobre su hombro izquierdo, le recordaron el fusil y la manta de gudari que a los 20 años colgó del mismo hombro y el hato de prisionero con que trató en vano de disimular el frío de la cárcel; sobre todo, el frío de aquella condena a muerte, a la espera en la cárcel de Larrínaga de que apareciera por fin su nombre en las listas del miedo (ciento veintitantos la semana anterior a Navidad).
Antibelicista por los cuatro costados, «aquella guerra del 36 fue una locura que nos impusieron». «Hablar de ofrecer la vida, de entregarla, son cosas que no se pueden pedir y de las que no se puede hablar». Pero haber sido gudari ni se olvida ni se oculta y la insignia de «Eusko Gudarostea» le identificará en la solapa hasta el final.
Abertzale hasta el fin, no vio en ningún momento que su trabajo científico quedara ensombrecido por su compromiso político, sin interés personal alguno como simple militante de a pie, lo mismo en la clandestinidad que en la transición democrática hasta su muerte. Había una coordinación entre el científico y el político. Ambos confluían en Euzkadi. en el euskera, en la cultura vasca que es siempre y ante todo libertad.
“Soy hombre antes que vasco”, confiesa. Mitxelena ha sido hombre siendo vasco. Serlo no le ha impedido sentirse también solidario de la lucha del pueblo español ni de todos los pueblos por su liberación y culturas propias. Cualquier fotografía de Mitxelena, el hombre, tiene que salir movida. No es sólo constante en el movimiento, el movimiento demuestra su constancia. Constancia, diría, aun en sus errores. Impulsado por una fuerza y filosofía vitalista los ha cometido sin duda. Le basta recordarlos y reconocerlos.
Si hubiera que elegir un calificativo a su humanismo, le vendría bien el de «crítico», en el sentido etimológico de juzgar, separar, decidir. Es crítico absolutamente en todo, aun en aquello que se da por obvio. Muy distinto de otros vascos contradictorios, tiene un algo barojiano y unamunesco en la brusquedad de sus aristas. Lo que en otros serían contradicciones, en él son simples piezas del «puzzle». Al fin encajan todas y te enfrentan a una rica y ágil personalidad humana.
Crítico hasta el desenfado iconoclasta, no rompe sin embargo jamás con los orígenes. Sus ramas no tienen sentido sin sus raíces. Y sus raíces están en Rentería. Siempre, en Salamanca, en Madrid o en Gasteiz, llega un momento en que «tiene que volver». Pero no vuelve. Esperaba, estaba allí, en la Rentería de siempre, en el pórtico, departiendo como ayer, como el ayer de hace una semana, un mes o diez años, con los ya «ancianos» del lugar: hombre con los hombres de su pueblo.
Donde quiera que reposen sus restos, Koldo Mitxelena reposará siempre en Rentería, indiferente a sus méritos, apegado a su tierra, cuidado siempre por aquella sin la que no hubiera sido lo que ha sido: Matilde, su mujer.
Deia (13 de Octubre, 1987)
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