Pongamos por caso que se produce a miles de kilómetros una crisis grave y que estalla una guerra civil sin precedentes. Imaginemos que las matanzas se suceden y que la población afectada huye con lo puesto de sus hogares. Millones de personas con las vidas destrozadas que toman el primer barco hacia cualquier lugar en el que las bombas no caigan del cielo. Solo quieren un sitio en que poder vivir, al menos hasta que la guerra termine y puedan regresar a sus casas humeantes.
Muchos no tienen ni siquiera su pasaporte. Algunos no lo tenían en vigor y otros no pudieron pasar por casa para recoger sus cosas cuando el frente irrumpió en su ciudad o pueblo. En los puertos de embarque las autoridades, si las hay, están completamente desbordadas, con miles de personas hacinadas a la espera de poder ser admitidas en un barco.
En los puertos de llegada la situación no es mejor. Otras autoridades distintas están igualmente sobrepasadas. La gente se agolpa en los muelles, son familias enteras con ancianos y niños. También hay menores que han viajado solos. Hay familias separadas por la confusión en la salida.
Podemos imaginar también la reacción de las opiniones públicas y los gobiernos. Muchas personas dicen que les gustaría hacer algo, pero les puede el miedo. Miedo a los millones en la frontera, esperando a entrar. Miedo a que los recién llegados no puedan ser absorbidos por la sociedad y que los autóctonos queden diluidos. Miedo a que los menguantes empleos no sean suficientes para todos. Los gobiernos del mundo cierran las fronteras.
Digamos que todo esto ya ha pasado antes. La Guerra Civil española terminaba y con los rescoldos aún sin apagarse se inició la Segunda Guerra Mundial. Millones de personas huían de Europa en todas direcciones, pero sobre todo hacia América. Argentina, un inmenso país de emigrantes, cerró sus fronteras ante el miedo real de que sus pocos millones de habitantes quedasen diluidos entre los millones que deseaban llegar. Todos los países americanos hicieron lo mismo. Los europeos estaban atrapados entre la guerra y el mar. Fue un Dunquerque gigantesco.
Uno puede imaginar la preocupación de las familias en las costas francesas. Entre esas familias había miles de vascas que ya habían huido unos meses antes del frente del norte, y que se hacinaban en enormes campos de refugiados entre la frontera y la costa. El propio lehendakari Aguirre iba saltando con su gobierno de una ciudad a otra a medida que los frentes iban cayendo, escapando primero de Franco y luego de la Gestapo de Hitler.
Seguro que mucha gente de bien pensaba que aquello era terrible, una tragedia, pero que poco podían hacer por aquellos desgraciados. Y probablemente se preocupaban más por su propio futuro, igualmente incierto. Los gobiernos, lo sabemos bien, expresando el sentir mayoritario, se preocupaban de sus asuntos, y dejaban en manos del destino el futuro de aquellas personas.
En aquellas circunstancias era muy difícil hablar en público de solidaridad. Cualquiera te podía responder en la panadería o en el mercado que te preocupases de tu familia, que bastante teníamos con lo nuestro. No eran tampoco buenos tiempos para la acción colectiva. Cada familia, casi cada persona, buscaba su propia salida. Si uno se enteraba de que zarpaba por la tarde un barco, era mejor no decírselo a nadie. No fuese que se llenase antes de que llegases al embarcadero.
Europa, centro del mundo durante tanto tiempo, estaba conmocionada. Las hordas del terror avanzaban a toda velocidad tras las divisiones Panzer y los Stukas. Aquellos aterradores silbidos de las bombas en picado iban creando nuevos Durangos y Gernikas por doquier. Era el apocalipsis.
No entraba más gente en los puertos atlánticos del sur de Francia y llegaban decenas de miles de franceses huyendo desde el norte. Era tan desesperada la situación que Churchill, el 16 de junio de 1940, propuso la unión de Francia e Inglaterra, crear un solo país para combatir y vencer al totalitarismo. Pero Francia se rindió. ¿Qué esperanza podía quedar en Biarritz, Hendaia o Burdeos?
Los vascos miraban a Argentina. Allí había muchos compatriotas. Todo el mundo tenía un primo, un hermano mayor, unos vecinos o unos tíos en América. Muchos de ellos en Argentina. Pero la frontera estaba cerrada.
Los vascos argentinos comprendieron la situación y estuvieron a la altura de las dramáticas circunstancias de aquel enero de 1940. Crearon inmediatamente el Comité Pro Inmigración Vasca e iniciaron una activa campaña de concienciación para que Argentina les abriese sus puertas. Recordaron los miles y miles de vascos que habían ido formando parte de la nación argentina desde su inicio. Pusieron en valor su contribución a la prosperidad del país. Hablaron con todo el mundo que conocían: diputados, senadores, alcaldes, medios de comunicación, vecinos y amigos. Se movilizaron de forma total.
En dos semanas llegaron a la cabeza del país. El presidente de la república, Roberto Marcelino Ortiz, era descendiente de vascos. El padre, vizcaíno; la madre, navarra. Le convencieron de que aquella gente no podía ser abandonada a su suerte. El presidente no dejó que sus antepasados le influyesen, él respondía ante los argentinos. Escuchó con interés la propuesta de abrir la frontera a los vascos. Los funcionarios le avisaron de que, en aquellas circunstancias, resultaba imposible seguir el procedimiento inmigratorio habitual. Mucha gente no podía presentar informes penales ni ofrecer referencias, algunos de aquellos refugiados no tenían ni siquiera su pasaporte. Comprobarlo resultaba imposible, pues España acababa de salir de la Guerra Civil. El presidente entendía el obstáculo, y pidió garantías: ¿Responderían aquellos vascos que estaban en su despacho por los refugiados? La respuesta fue afirmativa. Los miembros del Comité Pro Inmigración Vasca responderían con sus propios bienes por aquellos compatriotas que inmediatamente comenzarían a llegar por miles a los puertos argentinos.
El presidente Ortiz, tal y como contaba Urbano de Aguirre, sabiendo que los vascos tenían fama de no faltar a su palabra, dio su aprobación: “Ya podrán venir vascos al país y ustedes responderán como hijos de vascos, moral y materialmente por ellos. Que vengan todos los que quieran venir, los que puedan venir, y si alguno no puede venir por falta de medios, para eso están los argentinos. No se ha de decir que, en circunstancia tan excepcional en la que pareciera estar en quiebra en el mundo todo principio moral, nos hemos olvidado de quiénes somos y de dónde venimos”.
Pocos días después, el 20 de enero de 1940, se aprobaba el Decreto nº 53.448. Allí se decía literalmente que se “permitirá el ingreso al país de inmigrantes vascos, residentes en España o en Francia, con la documentación que posean y bajo la garantía moral y material en cada caso, del Comité Pro Inmigración Vasca”. Increíble.
Y tanto o más extraordinaria fue la respuesta de la prensa y la sociedad argentinas, que elogiaron unánimemente el decreto del presidente Ortiz. Nadie cuestionó ni criticó la medida que abría su país solo a los vascos, por el simple hecho de ser vascos.
No importa cuántas veces se cuente esta historia, no importa cuántas veces agradezcamos aquella decisión sin precedentes. Seguirán siendo muy pocas. Eskerrik asko, bihotz bihotzez, a Argentina y a aquellos vascos generosos y excepcionales.
POR IGOR FILIBI*
*Profesor de Relaciones Internacionales (UPV/EHU)
Comentarios