En el cincuentenario de una muerte olvidada.
Elías Amézaga se aproxima con cariño y comprensión a un nacionalista, diríamos que atípico dentro del nacionalismo vasco de su tiempo. Nacionalista sin Dios. Pacifista. Es un ave que no hizo primavera pero que merece un recuerdo.
Quien lucha por la independencia de un país y admite las dádivas del opresor, al menos es un frívolo. Ayer y hoy, esto es el pan de cada día, lo vemos en más de un científico, de un artista, en más de un partido político que se sienta al banquete del que debía ser su irreconciliable enemigo. ¡Cuánta consecuencia! Y cómo tales actitudes retrasan nuestra andadura patriótica.
Cuando se me dice que Fulano o Mengano cambia de política llamándose desde ahora heterodoxo, se me antoja impropio del término. Es bastante más duro. No son muchos, por fortuna, sí por desgracia muy significativos. Sintieron un día la vocación abertzale, luego se fueron a militar en una formación distinta, en ocasiones antípoda a la de ayer. Pónganle Vdes. el apelativo a los Unamuno, Eladio Esparza o Manuel Aznar Zubicaray que con carnet o sin él escribieron en su día en pro del nacionalismo. Podrían encontrar quien disculpe la ciaboga como Lequerica a Maeztu por su cerebro en ebullición sometido a tensión a alta frecuencia (presentación en el Atenedo de Madrid en 1927). Yo no les disculpo.
Sí al otro. El heterodoxo en mi opinión es otra especie. No deja su filiación patriótica, a lo sumo la política de facción, o cambia uno de los postulados, por lo común en un afán regenerador. Los partidos no deben permanecer fósiles, muévanse con la vida misma con los problemas de su actualidad.
Tal caso se da entre intelectuales. Que discurren por su cuenta. Que no admiten del todo las órdenes de arriba hasta comprender su utilidad. Les disgusta que se les trate como a niños arrullándolos con aquello de que todo lo que ha ocurrido tenía que ocurrir.
Uno de tales heterodoxos llámase Francisco de Ulacia Beitia (1868-1936). Aunque de raíz aborigen vasca, viene de lejos, con aires nuevos, salta el Atlántico, se integra aquí, se forma en tres nacionalismos, el cubano, el catalán, el vasco. Primero se guía por el sentimiento, después se pone a meditar. Escribe y reflexiona. Redacta para entretener y entre cháchara y anécdota introduce una píldora de su saber y experiencia con intenciones de liberación nacional. Se corrige y corrige. Pero no del todo sigue la dieta del intelectual que concentra sus energías en el cerebro, y como alguien diría, con renuncia absoluta a los placeres que no sean los del trabajo mismo. Ulacia no llega a tanto. No se encierra. Por un tiempo hace vida política activa como concejal del Ayuntamiento de Bilbao, por el PNV, se somete a disciplina, luego se va, corre por su cuenta.
Vive entre dos siglos y en un época de eclosión social, y quiéralo o no, ha de responsabilizarse con la nueva problemática, pero tarde o temprano emitirá su juicio.
Como artífice pertenece a la generación del 98. A la vasca. La que descubre la última conquista, la de la liberación de los pueblos, con peligro de su integridad personal, la que formaron Sabin y Kiskitza y Elizalde y Azkue, y él mismo, Ulacia. Hora insólita que desde Euskaria se vio con esperanzas de resurrección y desde Madrid, sus homónimos, gritando sin tino tras de quitar la venda de su engaño, prensa, política, oligarquía, caciquismo, literatura, glorias históricas. A Madrid todo se le viene abajo.
Viaja y escribe 8 ó 9 libros en total, unos cuantos artículos, y sus relatos de viaje. Desestimo éste como espacio idóneo para estudiarlos, me atrevo a decir que todos se han empolvado. En inquiriendo por la causa o causas de que se le hundiera en el apharteid de los autores, veo en primer término su ruptura con el PNV. No parece la única. Ni se hizo ostensiblemente sino por roces, erosionando poco a poco su fe. Y no rompe, evoluciona en ideas, y por voluntad propia y como sujeto libérrimo las expone, sin más. No cabe entre los jelkides este redomado incrédulo. Le dan lástima los genios con ansia de inmortalidad (¿alusión a Unamuno?), los auténticamente sabios se resignan a la observación, a los hechos, “y todo esto es para nuestros anhelos inmortales muy desconsolador”. (El Liberal, 8-1-1928).
Exponiéndolo en público imagínese la antipatía eclesial. Escribe después en prensa de izquierdas donde tampoco encuentra afinidades ideológicas, se ve tolerado, sin más. Vive en perpetua oposición al régimen, huye de Primo de Rivera, se va por el mundo, desaparece por unos años. Él mismo es su enemigo quitando quilates a su obra, conformándose con pasar a sus ojos lectores como el que instruye deleitando.
Tampoco corrige. Escribe según le salta a la pluma la palabra en un idioma legible, sin preocuparse de innovaciones, declarándose tradicional, refractario o vanguardismos. A mayor abundamiento extínguese en él su familia. No se casa. No tiene hijos. Ni aventuras sonadas. Una existencia gris que se extingue en vísperas de la guerra civil, con el corazón en la trinchera del derrotado. Cayó sobre él como sobre los otros la piedra sepulcral del olvido.
No voy a decir que valdría la pena reeditarle. Sí, en parte, más de un relato corto, bien hecho, aleccionador todavía hoy, las páginas henchidas de amor patrio. Cómo se duele por desconocer la lengua de Aitor, con qué ganas anima a la juventud por la senda de la libertad. La suya. Nacionalista sin Dios. Pacifista. Tradicional y progresivo a la vez. Repúblico. Federal. Partidario del pequeño país al alcance de la mano. De un país que tras de su independencia aplique un régimen de izquierdas. No ve optimista el porvenir. No deja por eso de denunciar: “Los ignorantes, lo mismo que los ilustrados, sufren el contagio de los políticos exóticos, de esa horrible epidemia que destrozó por completo el concepto nacional de los vascos. Los ricos, que tienen en sus manos todas las fuerzas vivas del país, satisfechos con el concierto económico que pone a salvo sus intereses materiales, no se preocuparon para nada de los intereses morales de Euskeria, vinculados en la lengua y en nuestra antigua y sabia legislación. Corrompido además el sufragio por los millones de caciques indígenas, despertose de tal modo la codicia de nuestros aldeanos que llegaron a ser esclavos del oro de nuestros tiranos”.
Este es Ulacia en 1904. Mejor no leerle. A su través no asoma el rayo de luz. Ulacia perdería en las sombras.
Por Elías Amezaga
Comentarios