Jueves 23 de abril de 2020
La figura de Francisco Xabier de Landaburu es una de las personalidades vascas fundamentales en el siglo XX. Diputado por Araba, exiliado, escritor, trabajador en la Unesco, fundador de la Democracia Cristiana Europea, federalista europeo, impulsor del europeismo con su gran obra “La Causa del Pueblo Vasco”, Vicepresidente del Gobierno Vasco en el exilio al fallecimiento de Agirre, padre de familia numerosa, autor de decenas de artículos todos ellos muy bien y muy pedagógicos, hombre elegante y de suma. Desgraciadamente murió joven y cuando podía haber dado mucho más.
Tuve la suerte de editar, desde el PNV, con prólogo de Emilio Gevara padre y del Lehendakari Leizaola un libro, ”Escritos en Alderdi” con trabajos suyos publicados en la revista del EAJ-PNV y, como tenía relación con su viuda, Konstan Illarramendi, amiga de mi ama en Zarautz, logré este trabajo que apuntaba a una magnífica biografía del Lehendakari Agirre. Transcribo lo que me dio siendo una lástima que el trabajo quedara interrumpido. Hubiera sido toda una referencia como lo fue para la juventud en 1956, ”La Causa del Pueblo Vasco”.
Landaburu era una de las personas que mejor podía haber escrito una biografía del Lehendakari. Su prematura muerte, en 1963 nos privó del magnífico testimonio de un estrecho colaborador, porque además trabajaba en el empeño.
Entre sus papeles y, como he comentado, facilitados por su viuda, Konstantiñe IIlarramendi apareció una carpeta con un título: "Comienzo del libro, vida de José Antonio". Dentro de un sugestivo plan de trabajo.
A- El líder de la autonomía (1931-1936)
B- El combatiente de dos guerras (1936-1945)
C- El presidente expatriado (1945-1960)
Landaburu comenzó a dar forma a este ambicioso trabajo; del intento quedan solo estas seis cuartillas. Se trata del borrador de esa introducción que Landaburu preparaba y que su muerte truncó. He aquí pues el testimonio esbozado sobre un presidente que fue compañero del Lehendakari pero por sobre todo fue su amigo.
“El recuerdo de esta escena me persigue todavía como una obsesión: todos los días de labor, hacia la una de la tarde, al dejar su despacho de la Delegación de Euzkadi en París, José Antonio pasaba frente al mío, pegaba con su alianza en la puerta encristalada, la abría y repetía una frase invariable: "Javier ¿Salimos? "Tras de él solían bajar Leizaola, Manuel Irujo y Agustín Alberro, y los cinco formábamos grupo caminando hasta la esquina de la avenida Mozart, donde nos desperdigábamos. El Lendakari tomaba el autobús 22 cuando vivía en la avenida Kléber y, (en los últimos meses de su vida), cuando pasó a vivir en Emili Deschanel, tomaba el metro en la estación "La Muette". Desde el verano de 1951 en que fuimos expulsados de nuestra casa de la avenida Marceau, hasta el 19 de marzo de 1960, esa escena se repitió casi todos los días. En esa misma esquina de la avenida Mozart tuve ese día 19 de marzo de 1960 mi última conversación con el presidente Aguirre. Ya no lo volví a ver más que recién fallecido el 22 de marzo. El recuerdo de José Antonio cadáver no me viene tanto a la memoria como el de José Antonio en plena vida, en plena actividad en todos los momentos. Y como nos veíamos todos los días, en la Delegación, en actos oficiales, en ratos de intimidad y de descanso, y como juntos viajamos mucho por Europa, lo sigo viendo siempre vivo en escenarios muy distintos: en la Kurfuasterdam del Berlín de la posguerra, donde cada puerta, cada casa —de las que quedaban— tenía para él un recuerdo de los días que pasó "camuflado" en la capital alemana, en plena guerra mundial; en La Haya, en el Primer Congreso de Europa, a donde fuimos llenos de esperanzas y de ilusiones; en el restaurant sobre las torres y los tejados de Salzburgo, en un atardecer inolvidable, hablando, como siempre, del futuro de Euzkadi; en Roma, en el castillo Suizo de Gruyere, en Bruselas, en unos paseos por la ciudad y por el ducado de Luxemburgo, en Lyon, en recorrido por el Rhin, en Estrasburgo, en Lyon, en tantos rincones de París y, naturalmente, en días de trabajo y en ratos de esparcimiento en tantísimos sitios del País Vasco del norte del Bidasoa. Y lo veo en cada lugar tal como allí estaba, y recuerdo las conversaciones y, al cabo de más de un año de haberlo visto muerto y bien muerto, de haber ayudado a amortajarlo, de haberlo enterrado, todavía me parece imposible no volverlo a ver, no volver a acompañarlo, no volver a trabajar, a soñar, a proyectar y a realizar con él. No creo que haya habido hombre que haya influido más en mi razonar y en mis sentimientos. Quien no sea vasco nacionalista, quien no lo fuera antes de 1936, no se dará cuenta de que Agirre era para muchos de nosotros la encarnación de un ideal, la representación tangible de una aspiración, la nación hecha hombre, la patria soñada que resucita y se hace realidad.
Si siempre he creído poco, y la experiencia me hace cada vez más escéptico, en los hombres providenciales, si no admito el mesianismo político, no dejo de reconocer y de manifestar que en José Antonio Agirre había algo que escapaba a la naturaleza de los hombres ordinarios, había un atractivo, un fluido que si acaso no inspiraba a todos plena simpatía, llamaba, unía y, al fin, entregaba. En ese "algo" más que en otras condiciones también positivas estuvo el secreto de muchos éxitos de Agirre y el prestigio de que vivió rodeado, aun desde joven, por amigos y adversarios.
No trato en estas páginas de hacer una biografía del presidente Agirre. El lector hallaría un resumen muy breve de su vida al final de este libro. La historia vendrá luego a aquilatar hechos y a juzgar actitudes. No quiero más que hablar de Agirre tal como lo vi en veinticinco años dirigiendo la política de un pueblo pequeño, lo que no le impidió ser protagonista muy destacado a veces de los dramas de nuestra época. La figura de Agirre tendrá sus biógrafos y sus historiadores y sus críticos, vascos y no vascos. Yo soy simplemente colaborador, el amigo que cuenta lo que tiene dentro porque lo ha visto, porque lo ha vivido con enorme intensidad. Agirre, por formación y por temperamento, más que un pensador fue un forjador de la nación vasca. Los que tuvimos el privilegio de asistir desde muy cerca a sus trabajos, a sus luchas, a sus emociones, tenemos el deber de referirlo simplemente para que conste, porque queremos hacer un pueblo —el pueblo vasco— y los pueblos se hacen con hombres. Y en este sí que están de acuerdo todos los que lo trataron, algunos lo han escrito ya; José Antonio de Agirre fue sobre todo un hombre. Hasta sus enemigos lo han saludado así porque en Agirre no pudieron morder nunca ni la caricatura fácil ni la calumnia. Se intentaron, naturalmente, pero no fraguaron nunca, no las creían ni los que las lanzaban.
Vivió con honradez y con constante fe en los ideales, murió de repente, sin teatralidad, pero con gloria. En aquellos funerales imponentes, inolvidables, de San Juan de Luz, donde cada asistente arriesgaba algo y algunos mucho, se empezó a tejer su corona de gloria. Hoy ya es título de distinción entre vascos —y no todos nacionalistas— poder decir: "yo estuve en el entierro del Lendakari Agirre en Donibane". Cuántos, cuantísimos más hubiera habido, si...
Un día de octubre 1933 volvíamos un grupo de amigos de un viaje de recreo en París. En la estación de Donostia subió al tren mi paisano don Gregorio González de Suso quien nos confirmó la noticia, que ya habíamos tenido en la capital francesa, de la disolución por el presidente de la República del Congreso de los Diputados y la consecuente convocatoria de elecciones legislativas. A mí personalmente me anunció que el Partido Nacionalista Vasco en Alaba había acordado presentarme candidato para aquellas elecciones. Poco más de un mes, el 19 de Noviembre, los alaveses me otorgaban con sus votos el segundo de los dos puestos de diputado a Cortes. Aquellas elecciones fueron de propaganda intensa, pero de una gran sencillez. Los nacionalistas vascos obtuvimos doce puestos parlamentarios. En Alaba, por vez primera; en cambio en Nabarra perdimos el puesto que teníamos y que Agirre había ocupado en la primera legislatura de la República. Unos días después de la elección, los diputados nacionalistas nos reuníamos en el Secretariado del Partido en Gipuzkoa con el Euzkadi-Buru Batzar. El 8 de diciembre se inauguraba la legislatura y constituíamos la primera Minoría parlamentaria nacionalista vasca.
En varias ocasiones me he referido por escrito a lo que fue este grupo, verdadera familia política fundada en el ideal común y en el mutuo afecto y nueva institución política activa y eficaz que el país aceptó con complacencia poniendo en ella muchas esperanzas. La base fundamental de su programa estaba muy definida: la defensa del Estatuto Vasco que acababa de ser aprobada por plebiscito celebrado el día 5 de Noviembre, quince días antes de las elecciones. Los antecedentes de los trabajos autonómicos desde 1931 y los hechos que en este aspecto se produjeron hasta fines de 1935 están referidos por Agirre en su libro "Entre la Libertad y la Revolución". No tengo para qué repetirlos. Agirre había llevado personalmente desde que inició la campaña autonómica, primero como alcalde de Getxo y luego como diputado, el peso de tan ardua labor. Fue el verdadero líder de la autonomía vasca y ello le dio ocasión de manifestar su gran talento de organizador y su gran capacidad de trabajo. Consagró todos los momentos de aquella intensa etapa de su vida a la dirección de la campaña estatutista. Fue una época de dinamismo vertiginoso para todos los que de ello nos ocupábamos y mucho más para él. Hubo dificultades enormes, contrariedades amargas, obstrucciones burdas o sutiles. La República, así la veía Agirre, nos ofrecía una ocasión única de recorrer rápida y provechosamente una etapa decisiva para la restauración, aunque fuese parcial, pero no era despreciable, de la personalidad nacional vasca. Era la primera vez en la historia que la parte peninsular de Euzkadi podía tener expresión conjunta y ser reconocida legalmente. La República favorecía los destinos del país y el país estructurado consolidaría a la democracia peninsular todavía muy vacilante. Pero esto no lo entendían muchos republicanos a quienes nuestro catolicismo les daba motivos de sospecha. Tampoco lo entendían los católicos españoles, a quienes la consolidación de la democracia les hacía temer por la situación religiosa, y más que por ella, porque se abría camino a avances sociales incompatibles con privilegios económicos inaguantables en un sistema político moderno. Agirre tuvo que luchar contra esos dos adversarios. Los hombres de fe republicana fueron más fáciles de convencer y vinieron, muchos de ellos con entusiasmo, al autonomismo, aunque no dejaban de manifestar sus reticencias porque, dado el estado de la opinión del país, temían también que el beneficiario del Estatuto fuese con mucho el nacionalismo vasco.
Las llamadas "derechas" que habían formado con los patriotas vascos la "Minoría Vasco-Nabarra" de la primera legislatura republicana y que durante un tiempo se agarraron a la solución autonómica como a un salvavidas, fueron alejándose de nuestro campo y llegaron a combatir sañudamente nuestras aspiraciones y torpedear arteramente nuestra labor. Los tradicionalistas y los que se decían sucesores del fuerismo no podían oponerse a las demandas autonómicas, pero su fuerismo o su carlismo encontraron pretexto para declarar incompatible el Estatuto con la "reintegración foral" y, por la misma razón que los republicanos, temiendo un auge nacionalista si la unidad del país se realizaba, optaron por la especiosa solución de oponer el Estatuto Vasco los estatutos "provinciales". Nabarra les ofrecía magnífico pretexto para ese torpedeamiento y consiguieron desgajar Nabarra. Todo ello no era, sin embargo, más que maniobras de diversión. Lo que realmente se proponía la derecha vasca, confundida con la derecha española, era acabar con la República al precio que fuera, aunque fuese al precio de una guerra civil que, a pesar de haber sido horrible, no parece, al cabo de veinticinco años, haber acabado con las furias bélicas de los profesionales de los pronunciamientos. Desde la sublevación de Sanjurjo, en Agosto de 1932, que tuvo por una de sus causas la inminente aprobación del Estatuto de Cataluña, y sobre todo desde comienzos de 1934 —fecha del acta de Roma firmada por los Sres. general Emilio Barrera, Rafael Olazabal, Antonio Lizarza y Antonio Goicoechea, la decisión firme y la meta única era la de...”
Aquí se trunca el borrador del trabajo que preparaba Landaburu sobre Agirre. La gran biografía cortada por la muerte del propio Landaburu, su colaborador y amigo.
A este trabajo inédito le añadimos seguidamente el artículo que publicó Landaburu en la revista del PNV, "Alderdi", con motivo del fallecimiento de Agirre. Es otro testimonio escrito con el corazón, a poco de producirse la muerte de José Antonio. Decía así Landaburu:
Después de la muerte del Lendakari
F. Xabier de Landaburu
Cuando Agustín Alberro y yo, avisados con urgencia, llegamos a casa de Agirre hacía las seis de la tarde del 22 de Marzo, el Lendakari era ya cadáver. Su cuerpo estaba aún caliente, pero aquel corazón había dejado de latir. Un médico había comprobado la defunción. Rápidamente llegaron también Leizaola, Onaindia, Irujo. Los hombres que, como otros muchos, serenamente, sin jactancia y sin miedo, hubiéramos dado nuestras vidas por la suya, no podíamos hacer ya por José Antonio más que llorar y rezar.
La última vez que le vi en vida fue el sábado 19 de Marzo, San José. Como de costumbre, salimos en grupo hacia la una de la tarde, al terminar el trabajo en la Delegación. En la esquina de la avenida Mozart nos paramos un momento. Él me hizo varias indicaciones para la semana siguiente y, también como de costumbre, acompañado de Irujo y de Leizaola se fue al «metro» y quedamos en Passy Alberro y yo. Esa mañana, en su despacho, el Lendakari nos dijo que notaba algo como de gripe. La víspera, el viernes 18, estuvimos reunidos mañana y tarde por habernos llegado una indicación del Partido Nacionalista Vasco sobre los jóvenes presos en Bilbao, y estudiamos lo que convendría hacer por ellos. De allí, como algunas tardes, fuimos a tomar un vaso de cerveza en uno de los cafés del barrio. El lunes quedó en cama. El martes hizo avisar que trabajaría en su casa y vendría el miércoles al despacho. Un nuevo aviso telefónico en la misma mañana del martes nos hizo pensar en que la dolencia podría ser grave y nos inquietó, pero nadie podía adivinar lo que iba a ocurrir sólo a unas horas más tarde.
La primera reacción ante una tragedia de esta magnitud es que el hombre no sabe nada, no se explica nada, recorre la vida como una paja movida por el viento. Sentimentalmente, toda desgracia es una injusticia, y racionalmente, el adelanto científico que a veces nos parece gigantesco, no es todavía más que el paso vacilante del niño que empieza a andar. La ciencia llega a conocer la enfermedad, sus orígenes y sus consecuencias, pero la muerte sigue siendo mucho más que un resultado patológico. La muerte, sobre todo la muerte prematura, no tiene justificación en el marco de la razón y mucho menos en la esfera afectiva. La muerte de un líder en pleno combate cívico es todavía más absurda. Sólo la fe resiste a la prueba, y la fe, si no explica, consuela.
Los perseguidos, los expatriados, los que nos sentimos políticamente honestos y palpamos la honradez de nuestros compañeros de ruta, tenemos prisa porque antes de la decisión inapelable de la justicia inmanente, haya para nosotros y para nuestra causa cuando menos un atisbo de justicia en la tierra. La muerte de José Antonio nos ha robado mucho como amigos; la muerte del Lendakari es atrozmente ilógica y clama al Cielo que el hombre que nos guió en la paz, en la guerra y en el exilio no esté a nuestro frente el día de la libertad. Esa obra la concluiremos sus seguidores, la coronará el pueblo —ese pueblo que él amó con tanta pasión— pero debiera presenciarla quien con estilo propio, la inició, la modeló y la perfeccionaba en toda hora de todos los días. No hacía otra cosa, no sabía ya hacer otra cosa; con todo su dinamismo no era más que el objeto tenaz y perpetuamente atraído por un potentísimo imán: Euzkadi.
No puedo relatar aquí todos los momentos que siguieron a la muerte del Lendakari. Unos son demasiado íntimos por contarlos, otros ya han sido referidos, y no quiero volver a recordar otros porque aún acongojan, aún desgarran. Era mucho lo que se nos iba a todos, particularmente a los que tantos años estuvimos tan directa y tan inmediatamente pendientes de él. Los días luctuosos de París, en la casa mortuoria, en la capilla ardiente de la Delegación, en las honras de su parroquia; el camino de París a Donibane, la capilla ardiente en casa de Monzón, los grandiosos funerales en la solemne iglesia laburdina... Jornadas que han marcado nuestras vidas sin duda para siempre. Jornadas de dolor, primero las del dolor físico, casi sin lágrimas, el dolor de la impotencia ante la tragedia y luego las de un otro dolor más hondo y más manifiesto, pero como suavizado por el bálsamo de sentirnos acompañados por todo un pueblo, por aquel pueblo digno y emocionado que pasó la frontera para decir su imponente «agur» al presidente idolatrado. Ese mismo pueblo de su amor apasionado, el pueblo vasco.
No eran todos de nuestro pueblo y lloraban muchos hombres. Lloraba aquel amigo mío, viejo libre-pensador español, al anunciarme que iría a los funerales «porque por este hombre yo volveré a entrar en una iglesia». Lloraba acongojado otro amigo, joven luchador socialista, apoyado en sus muletas, impedido por un accidente grave todavía reciente, pero que no le detuvo para venir a decir su adiós noble, como su tierra aragonesa, al presidente de los vascos. Como lloraba aquel grupo de muchachas euskeldunes rezando unos rosarios en la capilla ardiente. Como lloraba nuestra buena amiga irlandesa, la autora de «L'arbre de Gernika». Y aquella dama ancianita francesa apenas conocida, y aquel refugiado catalán, y aquel otro trabajador andaluz que con su típico acento y sollozando nos decía: «lo pierden Vds. lo perdemos nosotros, lo pierde el mundo».
Quién puede olvidar las palabras rotas de François Mauriac, ni aquellas del venerable Francisque Gay: «Agirre ha sido el único político demócrata-cristiano europeo que nunca ha transigido con los principios». Ni las de Bidault, Bacon, Pezet, Maurice Schumann, ni las de Paul Boncour, Depreux, Henri Torres. Estos y muchos más de todas las familias espirituales que forman el linaje de la aristocracia del pensamiento político vinieron personalmente a hacer su última visita a Agirre y a reiterarnos una amistad que ahora nos va a hacer mucha más falta. Y luego los cables y las cartas, cartas de antología de muchos franceses, españoles, vascos, y aún de otros de países cercanos y lejanos, que no podían llegar pero querían estar presentes.
Pertenezco a ese grupo de hombres que desde hace treinta años ha estado muy cerca de José Antonio de Agirre y que de su compañía y de su dirección hizo un honor, honor hoy de los más sagrados y de los más valiosos. En esta casa de la Delegación de París donde estoy escribiendo todo recuerda al Lendakari y revive esa etapa que es más de la mitad de mi vida. Tampoco nosotros, esos hombres, podremos ni sabremos hacer más que continuar su obra. Lo hicimos hasta ahora por devoción a la causa. Desde ahora, también por fidelidad, por lealtad, al hombre que la encarnó y que una tarde de Marzo pasado, cuando se iniciaba la primavera, la tuvo que dejar repentinamente en su último aliento, sin que Jaungoikoa le diese tiempo para encomendárnosla. No hacía falta. Esos hombres sabemos perfectamente cuál era su pensamiento, cuál hubiera sido su testamento: la libertad de Euzkadi. A trabajar por ella.
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