EL OFICIO DE GOBERNAR
Hay muy vieja literatura en el mundo sobre el oficio de gobernar. Libros de todo género se han escrito y difundido sobre las artes, escrito así, en plural, del gobierno. Pero no hay un recetario de validez universal que condense todas las reglas ni todas las variantes. Cada país, cada momento, cada sociedad, producen estilos, hábitos y formas que no pueden reducirse a sistematización. Es como el arte de la guerra. Como decía Sun Tzu, hay muchas maneras de guerrear.
Hay, sin embargo, un esencial punto de partida en cuanto al gobierno. Hay hombres de Estado y hombres de Gobierno, Son cosas bien distintas. El hombre de Gobierno tiene fines cercanos, cotidianos, inmediatos. La visión del estadista es diferente. Para usar una terminología de moda el hombre de Estado ha de tener macrovisión. Y el hombre de Gobierno, por muy inteligente que sea, está obligado a ejercitar la microvisión si quiere ser eficiente. La dualidad entre la Jefatura del Estado y la del Gobierno, la cual es hoy absoluta, obliga a confundir las dos visiones. Se sacrifica al hombre de Estado en beneficio del gobernante. Esto tiene una explicación histórica de la cual aparentemente, ya estamos comenzando a salir.
Los hombres de Estado que han ejercido real influencia en la historia han sido, al mismo tiempo, espíritus de reflexión. No se puede dirigir sin reflexionar previamente sobre las metas y los fines. No se puede confundir la ejecución con la elaboración de los conceptos que conducen a ella. A veces, especialmente en los países subdesarrollados, se confunde la eficiencia con la velocidad, la velocidad con la reflexión y la reflexión con la ejecución.
Hay un tiempo para pensar y otro para actuar. El tiempo de la acción puede ser rápido. Es más; la mayor parte de las veces el Estado y el Gobierno tienen que actuar con prontitud. Pero la prontitud de la acción o de la ejecución no excluyen, y al contrario exigen, la preparación a través de la reflexión. Son dos momentos psicológicos del hacer político complementarios pero no simultáneos.
El hecho fundamental de que el hombre de Estado deba ser al mismo tiempo un espíritu reflexivo lo obliga a cierto grado de aislamiento. En el gobernante se dan dos tipos de aislamiento. Uno, sobre el cual escribió admirables frases, en el comienzo de sus memorias, el presidente Pompidou, es el que rodea casi universalmente a los hombres que dirigen el mundo. Alrededor del nombre de Estado o del hombre de Gobierno se produce el aislamiento forzoso de la liturgia del mando. Se acercan al Jefe del Estado con más facilidad quienes quieren halagarlo y llevarle buenas noticias que los que se expresan con franqueza o asoman alguna crítica. Este es uno de los aislamientos más peligrosos porque se convierte en una soledad casi meteorológica. El gobernante, metido entre cortinas, ventanas cerradas, hoy con calefacción, escoltas, porteros y murallas humanas de toda naturaleza, permanece a veces ignorante inclusive de los cambios meteorológicos. No sabe a veces si llueve o si hace sol. Lo que le ocurre con el mundo social. Este es uno de los aislamientos del gobernante.
El otro aspecto del aislamiento es el que se deriva del oficio mismo de gobernar. En torno al gobernante se crea la clientela automática del asentimiento. Esto se acentúa bajo las monarquías de derecho divino y bajo las autocracias de todos los tipos. Pero también suele ocurrir, aunque en menor grado, en los regímenes democráticos. Estos últimos tienen la ventaja de los contrapesos del poder. El Parlamento, la prensa y los medios de comunicación libres, equilibran el volumen de docilidad mental generada por la presencia del gobernante y del Gobierno.
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