José Manuel Bujanda Arizmendi
Vivimos un partido inédito de vida o muerte. Estamos viviendo un gran crisis sin manual de instrucciones previas. Una situación muy diferente a la crisis del 2008 que necesitó de años y años para absorber la burbuja de la deuda de las familias y las empresas, los productos financieros tóxicos y el gigantesco exceso de los precios inmobiliarios. Esta vez nos estamos jugando la salud, nos estamos jugando sencillamente la vida individual y colectiva. Vivimos, sí, una crisis profunda, incluso parecería hoy en día al menos (a futuro habrá que verlo) un auténtico cambio de paradigmas forzado, muy forzado, en relación con qué nos es transcendente y que está “de más” en nuestras vidas, en la sociedad y ello con muy serias repercusiones difíciles de pronosticar en lo social, en la economía, en la macro y en la micro. El Coronavirus nos ha traído una siniestra originalidad a la historia de todas las crisis que hemos conocido. Vivimos momentos en los que se nos han abierto los ojos de una manera brutal y somos espectadores de algo hasta ahora desconocido o ignorado cual es la fragilidad, la extrema fragilidad de la vida, hemos descubierto de una manera inequívoca, como cuando truena nos solemos acordar de Santa Bárbara, la importancia fundamental de unos servicios públicos fuertes, muy fuertes y a todos los niveles, por los que discurre el devenir de la sociedad. Hemos descubierto por medio de una atalaya hasta ahora ignorada cual es el balcón de las ocho de la tarde la imperiosa necesidad que tenemos como seres humanos de pertenecer a un colectivo, una colectividad vital para la supervivencia de las comunidades. Hemos visto imágenes inéditas, inimaginables hasta hace pocas semanas, cuales son los vídeos de un convoy militar ruso dirigiéndose al norte de Italia con médicos, mascarillas, batas protectoras y respiradores, todos rusos.