Entonces, en 1939, Bogotá era una ciudad pequeña. A las 12 en punto del mediodía sonaba una potente sirena para que cesaran las labores de la mañana y las gentes pudieran poner el reloj en hora. A los vascos, el aviso penetrante nos recordaba los tristes sirenazos anunciando la aviación enemiga. En el camino a las, casas, los pocos, compatriotas afortunados que vinieron a la capital de Colombia, se reunían todos los días en el café Vizcaya de Eugenio Ganboa, vástago de los Ganboa mungiatarras. Con él formaban la peña los Irazustas, Ruiz de Agirre, Zarrandikoetxea, Fradua, Pereas, Expeleta, Ormaetxea, Lonbana, Amutxastegi, Ibargüen, Abrisketa, Larrauris, Ortiz, Celada, exilados o antiguos inmigrantes. Traían los últimos periódicos que acababan de recibir, publicados por las colectividades vascas y las representaciones del Gobierno en Europa y América. Los ojeaban y comentaban mientras consumían el último café mañanero, el "tinto" clásico de Colombia. El Vizcaya, en el centro bancario bogotano, se convertía a esas horas en verdadero mercado de negocios ganaderos y de las tierras fértiles de la sabana en la que se levanta la capital andina. Nosotros éramos pobres refugiados, contertulios de ricos finqueros, descendientes de las encomiendas de la Colonia.