Mi comentario a la gran figura de nuestro insigne compatriota Ignacio de Loyola consiste en exaltar el espíritu de universalidad, su imponente concepción de la organización católica de la humanidad, enderezada hacia el Fin supremo.
La envergadura de la obra magna de Iñigo de Loyola es sólo comparable por su amplitud con la de aquel otro hombre, también vasco y también ingente, también preocupado del mundo y encaminándolo también a la misma meta: fray Francisco de Vitoria.
Figuras son ambas que, conservando los caracteres indelebles que el pueblo vasco imprime a sus individuos, han llegado a la categoría de glorias mundiales, de benefactores de la humanidad.
Del espíritu de universalidad de estos compatriotas nuestros se ha solido hacer arma antinacionalista. Fundándose en la amplitud del pensamiento de esos dos vascos, hemos tenido que oír de nuestros enemigos, en más de una ocasión, que el nacionalismo es mezquino, es tacaño, que reduce las ideas y las aspiraciones a límites estrechos, incompatibles con actuales deseos de fraternidad humana y retardatarios del progreso universal. Y no caen en la cuenta de que precisamente en esas figuras, en la soberbia grandeza de sus pensamientos, está la mejor defensa de nuestras doctrinas patrióticas.
La consecuencia lógica que se desprende del examen de esos dos genios auténticamente vascos es la de que el alma de la raza es egoísta, no es reconcentrada, de que la sublimación de nuestro espíritu se deriva hacia los grandes ideales y participa del sentido altruista que éstos poseen en razón de orientar a todo el universo. El espíritu de la raza vasca no consiste únicamente en expresar y comunicar la rebeldía precisa para hacer libres y felices a los propios en su casa, dentro del estrecho marco que forman nuestras cordilleras, sino que se dirige a todos los pueblos con un sentido verdaderamente humano, esencialmente cristiano, y desea un igual bienestar para todos ellos. No es el pueblo vasco imperialista, que desee la reivindicación de su personalidad para extenderse por el mundo subyugando por la fuerza a otras colectividades y dominando a otras razas. Nuestro pueblo influye en los otros, comunicándole los grandes ideales sin recurrir a las bayonetas; como lo hizo Ignacio de Loyola, como lo hizo Francisco de Vitoria, como lo hicieron los modestos héroes de la magna epopeya de la democratización de América, que tan admirablemente narra y canta el doctor Otaegi.
Nuestra raza no ansia su libertad y el legitimo uso de su poderío para llevar sus escuadras con tropas de desembarco a costas próximas y lejanas. Nuestra raza quiere ser libre entre estas montañas, y, sin armas que hieren el cuerpo ni ignominias que aniquilan el alma, comunicar su felicidad, el ejemplo de una vida libre y tranquila a todos los rincones del mundo. Para eso quiere el vasco su libertad, para eso necesita el vasco recobrar su personalidad. Para que luego, como antes, cuando también era libre, sea ejemplo de pueblos que le admiren, que vengan hasta nosotros a inclinarse en sentida reverencia y trasplanten a sus lares nuestras humildes pero gloriosas instituciones. Para ser guión de una humanidad nueva, para ser el índice de un nuevo mundo fundamentado en la paz, asentado en la mutua caridad.
Ese es el espíritu del pueblo vasco. Esa es la idea magna que concibió ampliamente Ignacio de Loyola: catolicidad, hacer al mundo cristiano, organizar y salvar a los hombres por las doctrinas y por el martirio de Cristo.
Ignacio de Loyola, como otros héroes vascos del pensamiento, siendo universales, son vascos por encima de todo, porque la magnitud de sus doctrinas no es más que la expresión grandiosa de lo que todos los vascos anhelamos.
Y esos héroes vascos, si vivieran hoy, como habían de ser consecuentes con los principios que defendieron, habrían de demandar enérgicamente la libertad de su patria como primera condición, como base fundamental de todo su sistema humanitario. De la misma manera que el Maestro Jesús, al predicar la igualdad de los hombres, comenzó par hacer libres a sus primeros discípulos. Y, también, porque cuando se sienta como principio fundamental de la estructuración del mundo la igualdad de las naciones, ni Cristo ni ninguno de aquellos grandes pensadores hicieron excepción para España, para Francia, o para Inglaterra, o para Italia.
F. Javier de Landaburu
Comentarios