DE LAS HORAS JOVIALES
Me gustaría saber qué se entiende, en definitiva, por hombre salvaje y por hombre civilizado, porque parece que en esto hay alguna confusión, causada por nosotros, los presuntos civilizados.
Viajaba yo cierto día de calor bochornoso en un autobús que hacía el servicio de viajeros entre Kasbach Tadla y Casablanca, unos doscientos kilómetros de carretera, que culebreaba por campos pardos, quemados por el sol africano. En el autobús había moros, judíos, y europeos que no se si serían franceses, ingleses o alemanes, pues ni hablaban entre sí, ni muchísimo menos con los indígenas.
En una de las paradas del trayecto, subió al coche un morito como de quince años, con su chilaba y sus babuchas y llevando bajo el brazo una gran sandía. Le tocó sentarse junto a un europeo que vestía de blanco, pantalón corto, camisa remangada y salakof. Era un hombre que tendría sus treinta y cinco o cuarenta años, fuerte, buen color, bien afeitado y con un recortado bigotito rubio; sus rasgos eran enérgicos y su mirada dura. Cuando el morito de la sandía se sentó junto a él, el europeo lo miró con ojos de asco y de reproche; se apartó un poco para no tener ningún contacto con él y no pasó más; el autobús siguió rodando por la carretera polvorienta bajo el sol implacable, y los viajeros sudábamos hasta empaparnos la ropa; es decir, sudábamos los europeos, eso que íbamos en mangas de camisa; los moros, con sus turbantes y sus ropas y más ropas gruesas, no sudaban.
De pronto, al morito se le ocurrió comer la sandía. Ocupaba el asiento anterior al mío, juntamente con el civilizado europeo del salakof. Se palpó los bolsillos o interiores de sus ropas, miró al europeo, me miró a mí volviendo la cabeza, y en un francés parecido al mío, me preguntó si tenía navaja. La tenía y se la di. El morito partió una gran tajada de sandía y se la ofreció, con una sonrisa de dientes blancos y de ojos negros al europeo civilizado que estaba junto a él. El europeo lanzó al morito una mirada de absoluto desprecio y de irritación, por haberse tomado la libertad de ofrecerle un trozo de sandía, él, el moro salvaje, a él, el europeo civilizado. Con tal gesto lo miró sin decir una palabra —ni aceptar el ofrecimiento, por supuesto—, que el morito no insistió. Se volvió hacia mí y repitió el ofrecimiento. Lo acepté muy complacido y le di las gracias. El europeo civilizado me miró con cara de verdadero asombro. No comprendía que yo hubiera prestado mi navaja al muchacho moro, ni mucho menos que le aceptase la raja de sandía, ni muchísimo menos que le diese las gracias. Le pregunté en castellano afrancesado:
—¿Qué le pasa a usted, super-civilisé?
El hombre hizo primero un gesto como de no comprender mi actitud para con el morito, pero luego se tranquilizó un poco, como yo era mucho más moreno que él, debió colegir que también yo era un poco salvaje.
El caso es que me comí el trozo de sandía, que me vino muy bien como refrescante, se comió el morito el resto y el autobús siguió rodando por la carretera batida por el sol.
Al cabo de unos cuantos minutos se detuvo en una hondonada y no hubo medio de que volviese a caminar. Los viajeros sudábamos la gota gorda. Nos apeamos; no corría un soplo de aire, y al poco tiempo teníamos todos los europeos civilizados del autobús una sed horrorosa; pero no había agua por ninguna parte.
Le pregunté al morito:
—Oye, muchacho, ¿no habrá agua por aquí, en algún lado?
El morito miró a los cuatro puntos cardinales del panorama, y como viera allá lejos a varios chiquillos indígenas apacentando ganado, empezó a preguntarles algo a gritos.
—Allí hay agua —me dijo.
Echamos a andar los seis u ocho europeos, conducidos por el morito. También venía, muerto de sed, el supercivilizado, que casi le pega por haber tenido la desvergüenza de ofrecerle sandía.
En efecto, allí había un pozo, y los chiquillos moros que cuidaban el ganado tenían un pequeño tanque, con una cuerda.
Esta vez, el morito de la sandía estuvo verdaderamente feliz: sacó del pozo el tanque lleno de agua barrosa, pero fresquísima, y se la ofreció en primer lugar, con una sonrisa exquisita, al supercivilizado. Este, sin mirarlo, tomó el tanque, se bebió el agua, no le dio las gracias al morito, ni lo miró siquiera, y se volvió hacia el autobús. El morito me miró y se rió ampliamente, con toda su boca, sus dientes, sus ojos y su cara.
—Bien, morito —le dije—. Tú eres un muchacho total y exquisitamente civilizado; ese supercivilizado que te desprecia profundamente es totalmente salvaje, y estúpido, por añadidura. Pero ten cuidado, morito; no te sientes junto a él, porque ahora te odia; te odia con todo su corazón y podría echarte por la ventana del autobús.
El morito se sentó junto a mí, charlamos durante todo el resto del viaje, me explicó muy bien cómo vivían ellos en aquel ambiente y cómo eran sus casas, sus trabajos y sus costumbres.
Cuando llegamos a Casablanca, el europeo rubio supercivilizado y con salakof, bajó del autobús, y, sin saludar a nadie, echó a andar por las calles de la ciudad, con gesto altanero, taconeando reciamente, mirando a uno y otro lado con sus ojos duros de civilizador.
Y ahora volvemos al principio: ¿Cuál de los dos personajes reales que he presentado es el salvaje y cuál el civilizado? O, en otros términos, ¿cuál es el malo y cuál es el bueno, cuál el humano y cuál el deshumanizado? Pues de esto se trata, en definitiva. Todo lo demás es bastante caprichoso y está sujeto a duras quiebras.
Por: Tellagorri
Comentarios