El Lehendakari Ibarretxe en el “Aberri Eguna” celebrado en Bilbao dijo algo que fue como una ducha fría para ciertos políticos de Madrid. “Los derechos históricos son la Constitución del Pueblo Vasco”. Con esta afirmación el Lehendakari retomaba el discurso que el nacionalismo siempre ha planteado en relación con dos fechas infaustas del siglo XIX: 1839, año de la Traición de Bergara y 1876, año de la ley abolitoria de los Fueros.
El nacionalismo siempre ha reivindicado volver a la situación anterior a estas fechas. Algo así, modernizado, es el llamado Plan Ibarretxe que no fue ni tan siquiera cepillado en Madrid porque ni tan siquiera fue admitido a trámite.
Pero conviene recordar estas fechas y la manera como vivía Euzkadi bajo aquel sistema. Por eso saco del armario el presente artículo de D. Jesús María de Leizaola que bajo este título escribió en marzo de 1947 un interesante trabajo sobre la forma como se organizaban políticamente nuestros antepasados. Decía así:
“Cuando en el curso del siglo XIX les pueblos de América siguiendo el ejemplo yanqui, fueron creando sus Estado republicanos, les fue grato volver la mirada a aquellos pueblos europeos que habían sabido conservar una constitución política popular en medio del florecer de las Monarquías absolutas.
Fue uno de los más estimados el ejemplo vasco, en el que, además, se daba el caso de que una parte considerable de la población americana era descendiente suya. Veamos qué modos de organización política había mostrado hasta entonces.
Al alborear la Edad Media, Euzkadi tenía como unidad política fundamental la tierra. La tierra de Ayala, la tierra de Bizkaia, la de Oñate.
Era la tierra el conjunto de las familias vascas habitadoras, pobladoras se decía, del área geográfica nombrada. La noción política fundamental era que el hombre y la tierra eran libres.
Correspondiendo a este concepto, la familia tenía su dominio propio, consistente en la casa y las tierras cercadas; el individuo tenía derecho a “un tanto de tierra, poca o mucha” en herencia, y por tanto, a una tierra suya; la Tierra en su conjunto tenía también su dominio propio, las tierras abiertas o ejidos, que pertenecían a la Universidad (nombre con que se designaba el común”.
Unas veces la Tierra se confundía en su área con el Valle; otras, el Valle era una unidad inferior dentro de la Tierra. Las cuadrillas de Alaba eran los Valles de esta Tierra; como Iraurgi o Sayaz en Gipuzkoa; como Baztán o Roncal en Nabarra. Dentro del Valle había una unidad inferior, la Anteiglesia o Coalición. Y dentro de ésta, la otra inferior, la familia, cuyo representante y magistrado era su jefe, varón o mujer. Por esto la mujer actuaba en la vida pública como el hombre mismo.
La primera organización política era, pues, un sistema republicano, de organismos concéntricos que partiendo de la familia iban ascendiendo a través de la Anteiglesia, el Valle o Merindad y terminaban en la tierra o Estado.
Sobre esta organización de la tierra introdujo la imitación del sistema germánico-medieval, a los Señores. La existencia de algunos jefes estables, para la justicia o para la guerra, dio lugar a esta novedad. Las tierras vascas concertaron entonces con los Señores una distribución de funciones, a lo que se llama Fueros. En el Fuero, la Tierra no renunció jamás a su soberanía, ni abandonó el seguir manteniendo en ejercicio su representación o Parlamento, y por eso se siguió hablando de repúblicas en todos los siglos, cuando se quiso describir el estado político de los vascos.
Ni aún el hecho de que entre los siglos XII y XIV la función señorial viniese a parar a las casas reinantes en Castilla o en Inglaterra (luego en los siglos XV y XVI a la de Francia) hizo variar el sistema de organización política. Al contrario, lo que produjo es que Inglaterra organizase su parlamento dando representación a sus Comunes en imitación del sistema vasco.
Para salvar su libertad los vascos en esta época invocaron que todos tenían condición de hidalgos. Los siervos no fueron conocidos entre ellos.
En esta época la organización política quedó asentada en el sistema de representación popular que duró hasta el siglo XIX. Las autoridades municipales eran elegidas por el pueblo cada año. Las Anteiglesias se habían en general separado unas de otras, salvo en regiones muy montañosas o agrícolas, y nuevos municipios, las villas, habían sido creados por los señores, para recoger el excedente de la población rural. La primera magistratura municipal, el alcalde, era elegido por el pueblo con los demás oficiales, y a él correspondía la justicia penal y civil, en primera instancia, con la ejecución de las sentencias definitivas en todos los casos.
Las tierras quedaron ya integradas por la asociación de los municipios, y sus Parlamentos –fuera del de Nabarra- se componían exclusivamente de los representantes de los pueblos donde todos eran nobles no cabía el brazo nobiliario; la voluntad de mantener el clero fuera de las decisiones del pueblo hacía que los vascos excluyesen de sus organismos políticos a los eclesiásticos.
Las tierras vascas se habían reservado el derecho de cambiar de Señor el de hacer tratados internacionales, el de quedar en estado de paz aún con aquellos a quienes el Señor hiciese la guerra. Para esto último, si el Señor podía reclutar soldados voluntarios entre los vascos, y llevarlos a la guerra a todos los confines del mundo, la Tierra tenía el derecho de levantar sus milicias con servicio militar obligatorio en defensa de la tierra contra todo aquel que la atacase, y el de nombrar a todos los jefes de estas milicias.
En un régimen tan hondamente popular o democrático –que no tenía otro semejante sino en algunos cantones de Suiza- había, sin embargo, las necesarias garantías contra la demagogia, el poder personal y la dictadura de partido. Estas garantías se manifestaban de modos distintos en las diversas tierras. Pero importa conocer algunas.
La deliberación secreta de los negocios públicos era regla universal en Gipuzkoa. Ella era acompañada de una publicación extraordinaria de los acuerdos y de los votos emitidos. Así era posible decidir agrias cuestiones, que herían considerables intereses, y se evitaba la paralización de las medidas de general utilidad. De ejemplo pueden servir cuestiones como la del uso del puerto de Getaria como refugio de los pescadores de otros lugares (que los de Getaria querían impedir), o las derivadas del itinerario a señalar a la gran ruta carrocera entre París y Madrid a su paso por Gipuzkoa (cada pueblo la quería pasando por su propia plaza).
Para no gemir bajo la dictadura de un partido, la representación de cada pueblo en la Junta era bipersonal; si los dos procuradores discrepaban, el voto del pueblo se suponía blanco. La Diputación de Bizkaia (el Ejecutivo) tenía diputados por cada uno de los dos bandos.
La Junta o Parlamento no se reunía sino para un número fijo de sesiones cada uno o dos años. El Ejecutivo podía convocarlo en Junta particular o extraordinaria, lo que ocurría con cierta frecuencia a causa de las guerras. El periodo fijo de sesiones era de once días seguidos cada año, en Gipuzkoa. Con esto la Diputación tenía la libertad necesaria para velar por el gobierno del País durante todo el año. Al terminar éste era residenciada o sometida a juicio por la nueva Junta.
El poder personal encontraba restricciones insuperables en el “hueco foral” para Alaba, en el turno o tanda para Gipuzkoa.
Gracias a estas medidas las únicas perturbaciones de la más justa e imparcial gestión popular de la vida política que se haya conocido, tenían que proceder de los señores. Estas perturbaciones, en las que los vascos señalaban quebrantamiento de las libertades de la tierra, recibían el nombre de “contrafueros”. Para resistirlos los vascos tenían en su organización política la institución adecuada, el llamado “uso” o “pase foral”.
Consistía este derecho, en la revisión que se hacía de la Tierra por las decisiones dictadas por el Señor o sus delegaciones –aunque fueran sentencias de los Tribunales- y que debieran ser ejecutadas por los vascos o en las tierras vascas. Si la decisión no era estimada contraria a las libertades de la tierra la ejecución era ordenada; en caso contrario, se suplicaba de ella, y si era mantenida se resistía su ejecución con la fórmula “se obedece, pero no se cumple”.
Todavía la organización política de los vascos tenía un método de huir de las improvisaciones. Consistía en la costumbre de que las medidas importantes que suscitasen fuertes reparos fueran aplazadas hasta las deliberaciones de la Junta los años siguiente, a lo que se llamaba “levantar punto”.
La nueva Junta decidía inexorablemente la cuestión, con la madura reflexión del año de intervalo y la existencia de instrucciones, pero no mandato imperativo, de los nuevos procuradores.
El sistema del sorteo para la designación de los mandatos públicos fue, finalmente, otra de las garantías de justicia e imparcialidad del sistema político de los vascos en los tempos modernos.
Este sistema de organización, conoció dos conatos, más desarrollado el primero, de perfeccionamiento, en el sentido de ir a establecer la unidad política vasca.
Fue aquel el de la dinastía de los Sanchos de Nabarra, es decir de los reyes que por ser de progenie indígena masculina, sintieron más fuertemente los derechos de la nacionalidad. La obra del llamado Mayor no sólo abarcó la organización civil, sino que se extendió al terreno eclesiástico, estableciendo las diócesis episcopales de Alaba, Bayona, Nájera y Pamplona para solos los vascos del Zazpiyak-Bat actual y de La Rioja.
En una segunda etapa, en el siglo XVIII, los vascos introdujeron un organismo nuevo, las Conferencias, deliberaciones en común de las Diputaciones de Alaba, Bizkaia y Gipuzkoa para asuntos políticos comunes, estas conferencias fueron el germen del Irurak-Bat bien conocido del siglo XIX.
Sabido es que en el curso de éste perecieron las libertades vascas. Lo que no pereció es ni el derecho de los vascos a ellas ni la voluntad de recuperarlas, que todos los vascos siguen guardando como el principal de sus deberes patrios.
Por: Jesús María de Leizaola
(DEIA – Enero de 1987)
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