Alderdi me pidió un artículo dedicado a José Antonio. Se lo envié. Pero después me pide que relacione sus últimos momentos. Esta demanda me intimida, tanto como me emociona. Yo no os he descrito jamás —y he descrito muchas cosas— los últimos momentos de la vida de otro hombre. He de iniciarme con mi mejor amigo. Porque, con todos los respetos debidos al cargo que encarnaba con tanta propiedad como eficiencia, a la hora de la verdad, en los momentos solemnes en que el hombre deja la vida, la condición que prima en su ser es la de hombre, y por ser esto así, la calidad que más íntimamente se siente es la del amigo. Todos los vascos hemos perdido a nuestro Presidente. Yo he perdido, además, al amigo, amigo con el cual había llegado a esa situación, máxima prueba de la amistad, en la cual pueden mantenerse posiciones coincidentes o discrepantes, conformarse o discutir, y discutir acaloradamente, sin dejar de ser amigo.
La última disputa que yo he tenido con José Antonio fue con cargo a la operación anglo-francesa sobre el canal de Suez. El la condenaba con fuerza. Yo sentía que no se hubiera ultimado, con la ocupación material de todo el canal, ocupación que hubiera conducido a su internacionalización. "Hace mucho tiempo que no habíamos levantado la voz discutiendo", me dijo José Antonio. "Es el único tema que nos separa de los muchos que están sobre el tapete. Dejemos lo, ya que, de nosotros no dependía su solución". Leizaola y Landaburu, que presenciaron la disputa, me hicieron la misma reflexión.
José Antonio era hombre fuerte, sano, sin lacras de ninguna especie. Su padecimiento crónico, permanente, se reducía a una bronquitis, en la que, después de dejar de fumar, había mejorado. Recuerdo que, hace dos años, cuando fumaba —y fumaba mucho, aunque él se defendía de esta inculpación que le hacíamos constantemente sus amigos— reunidos en Pentágono —porque también nosotros teníamos nuestro Pentágono— él con Leizaola, Landaburu, Urcola y yo, había momentos en que debíamos esperar a que tosiera a su gusto para seguir deliberando. Desde hace dos años se encontraba bien, completamente bien, sano y fuerte, templado en su vida física como en su alma, con aplomo y equilibrio plenos. Aquellos ataques de bronquítico habían desaparecido, o se habían amenguado, aunque fueran en él de mayor intensidad que en cualquiera de los cuatro restantes, entre los cuales había dos, Urcola y Leizaola, que no tosían ni por equivocación.
El viernes 18 de Marzo, trabajando en su despacho de la Delegación con Aspiazu, confesó a este que se sentía con cierto malestar, algo griposo, por lo cual pensaba quedarse en casa unos días a sudar el catarro. Podía afirmar este propósito con muchas garantías de acierto, porque las reacciones de sudor eran en él fáciles y copiosas. Pero el sábado 19 volvió a la Delegación y tuvo que oírnos, en coro, a Alberro, Landaburu y a mí mismo, que le llamáramos al orden, recomendándole que no hiciera tonterías y que no dejara la casa en unos días para evitar un ataque gripal mayor. El, que estaba muy seguro de sí, nos contestó que se encontraba mejor, añadiendo que, aquella noche tendría lugar la cena semanal acostumbrada, que en su casa solíamos celebrar todos los sábados del año Don Alberto Onaindia, él y yo, pasando revista en la intimidad del hogar, a todos los sucesos de importancia —de dentro como de fuera de casa— que la vida diaria nos ofrecía.
En efecto, la cena se prolongó con toda la secuela de obligados comentarios, rodeando la mesa de su despacho privado, hasta que, allá sobre las 11,30 yo, invocando los derechos del más viejo y alegando que el último autobús era a las doce, hice que se levantara la sesión. José Antonio no sentía esta necesidad. Se encontraba pleno de facultades en todos los sentidos de la palabra.
El domingo 20 oyó misa y comulgó en su parroquia de Saint Pierre du Gros Caillou. José Antonio era devoto de la parroquia, a la que reconocía todo el sentido religioso y cordial que le otorga la Iglesia.
Pasó el día bien, aunque acostado. Dejó la cama para oír misa a las seis de la tarde.
Durante la noche del domingo tosió bastante, por lo cual, decidió no salir de casa, rindiéndose a nuestras insistentes recomendaciones. Cuando el lunes 21 Mari, su mujer, llamó a la Delegación para anunciar que su marido se quedaba en casa, Aspiazu, que recibió el aviso, indicó a la Sra. Agirre la conveniencia de que lo viera el médico. De acuerdo con esta sugestión, Aspiazu llamó al Dr. Lasa y le dijo que, aunque el Presidente no tenía cosa mayor, sin duda que, tanto la familia como la Delegación quedarían más tranquilos si le visitaba.
El médico encontró a José Antonio con los bronquios muy cargados y le recomendó guardara reposo durante un par de días. El propio José Antonio, que recibió a Aspiazu en la cama, dijo a este que prefería reposar un par de días.
El martes 22 entre 10 y 10,30 de la mañana, la Sra. Agirre llamaba a la Delegación. Su marido, dijo, había sufrido un malestar, perdiendo el color, con deseos de devolver y con un fuerte dolor en el pecho que irradiaba a los brazos, de manera concreta al brazo izquierdo. Había pensado en levantarse para ir a la Delegación, pero se volvió a acostar. Escucharon su relación, en dos conferencias telefónicas sucesivas, Azpiazu y Alberro. Se llamó inmediatamente al médico y Azpiazu se trasladó sin pérdida de tiempo a su casa.
Lasa vigilaba muy de cerca a Agirre. Le veía con frecuencia. Conocía bien su fisonomía fisiológica. Azpiazu encontró a José Antonio nervioso, inquieto, sin hallar postura, con el brazo izquierdo dolorido, se quejaba de sentir una especie de biotzerre en la región cardíaca, pero tenía el pulso normal. Una hora después —en espera del médico— el enfermo sudaba copiosamente, "a chorro", el dolor se había calmado algo, pero el pulso acusaba una clara arritmia.
A las 12,15 llegó el médico, que reconoció al enfermo, escuchando de él la explicación del ardor sentido en el pecho, especie de biotzerre, o algo de reuma. Lasa le siguió el aire, pero se diagnosticó la angina de pecho, como posible, dados los caracteres apreciados, aunque la arritmia no correspondía a dicha enfermedad, recetándole un anticoagulante con orden de quietud absoluta y prohibición de conversaciones y visitas, todo ello en previsión de que estuviera formándose un infarto de miocardio, pensando en hacer un electrocardiograma en cuanto transcurrieran las 48 horas precisas para que ello tuviera lugar, en su caso. La opinión del médico fue la de que el acceso no se repetiría y que, en el caso de que se repitiera, no sería mortal. Algo parecido dijo a Azpiazu primero y a Alberro después, silenciándolo al enfermo y a su mujer.
El propio José Antonio, que tras la visita del médico se encontraba mejor, comentó con Azpiazu —no sin un cierto humor— lo que Lasa le había dicho y el régimen de absoluto reposo que le había ordenado, encargándole que, con la medicina recetada, le llevase los periódicos.
A la una y media estaba el anticoagulante en casa de José Antonio. Azpiazu, que la había llevado, comunicó sus temores a Landaburu en la Delegación. Entre tanto. Leizaola buscaba a los hermanos de José Antonio para hacerles partícipes de los mismos. A las 4,30 de la tarde, José Antonio se encontraba bien, su mujer había salido a hacer algún recado y Azpiazu cruzó unas palabras con el enfermo encontrándolo sereno, tranquilo y con su moral recuperada.
A las cinco de la tarde del 22, Mary preguntó a su marido si le apetecía algo y José Antonio le contestó que tomaría un té con pastas, encargándole que le trajera el periódico. A las 5,30, la señora de Agirre recogió el servicio y dio a su marido "Le Monde" y las gafas para que pudiera leerlo. Pocos minutos después de dejar la habitación, oyó unos extraños exteriores. Volvió encontrándose a José Antonio desencajado, agonizante.
En la casa se hallaba con ella su cuñada Tere Amezaga. Mary telefoneó a sus hijos y hermanos, a la Delegación y a un médico que vive en las cercanías de casa. Para cuando llegaron los primeros, José Antonio había dejado de existir. La Doctora que fué la primera en acudir a la llamada solamente pudo acreditar su defunción. Esto sucedía alrededor de las seis de la tarde.
Con distancia de minutos fuimos llegando sucesivamente Alberro y Landaburu, el Dr. Lasa, Don Alberto que le dio la absolución, el coadjutor de turno de Saint Pierre du Gros Caillou que le administró la Extrema Unción, Leizaola, Aintzane, Iñaki de Agirre y su mujer, Angel de Agirre y yo. Mary cerró sus ojos. Don Alberto, Leizaola y Landaburu lo vistieron. La vida de José Antonio se había extinguido para que comenzara la de su recuerdo como símbolo, enseña, mito. José Antonio entraba en la historia.
Por: Manuel de Irujo
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