Si uno pudiera hacer las cosas como quisiera y si después de una jornada fatigosa me preguntasen dónde desearía pasar un rato de sosiego plácido, respondería sin vacilar que mi gusto sería ir a la ladera que sirve de base al Centro Vasco de Caracas y sentarme al pie de la fachada, en la terraza en que arranca la escalera principal, contemplando la iluminación de la ciudad, cambiante y distraída como las olas del mar o como las llamas del fuego de una chimenea, coronada muy arriba por las luces del Ávila. Respaldado por el Centro, entretenido por el paisaje urbano, los sentidos embebidos en la noche venezolana, la fatiga se va, la pesadumbre desaparece, la serenidad conquista el espíritu, descansa al cuerpo y se siente plenamente la reconciliación con la existencia para volver, al día siguiente, a seguir luchando. Ese reposo nunca es contrariado por el ir y venir de las gentes, por los ecos de conversaciones que llegan del salón ni por los pelotazos que suben del frontón y la calma no se perturba si la mesa la ocupan unas bebidas refrescantes y la comparten cuatro o cinco amigos que tratando de temas diversos sólo quieren, en el fondo, engañar la nostalgia de la patria.
Porque el Centro es un gran edificio en una bonita finca, pero el mayor éxito del Centro es que a esas horas de la noche tropical o a cualquier hora del día congrega lo que ahora se llama "material humano" que es allá muy estimable. Es raro que en mis viajes no haya pasado por un sitio con el que no me haya sentido ligado. Las ciudades atan a uno por motivos muy diversos que se hacen inolvidables: una perspectiva, un monumento, el rincón de una plaza, la animación o la quietud, el ambiente, etc. He pasado veinte días en Venezuela y al hacer el balance sentimental de mi viaje, me sentía unido a ese país por un lazo que tardé en definir. El fenómeno se había repetido en Caracas, en El Tigre, en Puerto La Cruz, en La Victoria, en Ocumare. Es decir, que persistía cambiando el paisaje. Después he dado con la solución: son las gentes las que crean y sostienen mi afinidad con Venezuela y, para concretar más, puesto que apenas he visto venezolanos, son nuestras gentes en Venezuela las que provocan y fomentan el sortilegio. Algo tiene también, sin duda, el país que, cuando menos, pone marco amable al desarrollo de ese sentimiento.
Algo, y mucho, tiene el Centro Vasco por lo que a Caracas se refiere. Cuando se llevan veinticinco años de labor patriótica en el extranjero —en París la esfera de relaciones vascas es reducida y casi invariable y todo lo demás es bueno o malo, pero extraño—, estar en el Centro Vasco de Caracas es llegar a un oasis vasco, es como no haber salido de casa, como borrar de repente cinco lustros de destierro. Es haber seguido viviendo, sin estar un día ausente, en cualquier centro vasco de Euzkadi de aquella época, en aquellos locales de Juventud Vasca de Gasteiz —la que más he conocido— como si las personas, los acontecimientos, las aspiraciones de cada uno y de todos, los problemas, no hubieran cambiado. Con los mismos motivos de conversación y hasta de discrepancias.
Como en una película retrospectiva estoy viendo las noches de los días que pasé últimamente en el Centro Vasco de Caracas. Desfilan por mi memoria muchas cosas todavía sin desenfoque de lejanía todavía con mucho detalle: reuniones movidas y simpáticas en extremo con esa juventud compuesta de chicas y de chicos a quienes el dinamismo, la alegría desbordante, la plétora de vida, no distraen sino que excitan el afán patriótico. ¡Qué buenos ratos me dieron los jóvenes del Centro de Caracas, hasta los que quisieron darmelos no tan buenos con el ametrallar de sus preguntas traduciendo inquietudes y anticonformismo! Jaungoikoa se los aumente. Y las otras reuniones, las de los partidos, las de las emakumes, los solidarios, las de los que tienen el legítimo orgullo de la ortodoxia, las de los que fomentan el no menos honroso prurito de la innovación, prudentes y los audaces, los impetuosos y los reflexivos, los arlotes y los precavidos, todos patriotas, todos con sentido de responsabilidad todos con "errimiña" y todos componiendo algo así como una micro nación, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de una nación de buen tamaño. Es que en el Centro Vasco de Caracas se vive vida nacional, la vida de todo un pueblo. Es, salvando las proporciones, una prefiguración de Euzkadi, tal como la veo. Yo felicitaba al Centro Vasco de Caracas, es decir, a sus directivos de ahora y de antes y a todos sus socios, porque al cabo de veinte años y a siete mil kilómetros de la patria han levantado y mantienen esa obra con ese espíritu. Ahora repito aquí que a un pueblo que hace eso —y no sólo se hace en Venezuela— nadie puede impedirle ya resucitar. Estos hechos y esa moraleja son magnífico remedio para combatir desalientos. Los fundadores del Centro y los que los han secundado, tal vez no se den cuenta de esa obra patriótica que han realizado. Aquí les queda, por lo que valga, el testimonio de un hombre que la ha visto, que ha vivido dentro de ella y que, entre títulos y honores en más de treinta años de vida política, tiene en muy alta estima haber merecido ser nombrado socio honorario de ese Centro. Nombramiento que —ahí lo dije también— crea obligaciones que hoy empiezo a cumplir con estas líneas.
Ha anochecido en este día muy frío de invierno en París. No ha sido floja la jornada en esta Delegación sede del Gobierno de Euzkadi. Los temas son cada día más varios y los años no hacen ceder sino aumentar trabajos y preocupaciones. Anocheció con más lentitud, pero con muchísimo más frío que en Venezuela, apunta el cansancio; fuera, la atención está atormentada por la impaciencia: se espera que esta noche el gobierno argelino acepte las bases de suspensión de hostilidades. Otro pueblo que renace. El nuestro sigue siendo esclavo. ¿Cuál es la razón? ¿Dónde está la dificultad? Motivo de reflexión diario, insistentemente repetido desde hace mucho tiempo. No se puede, no se debe desertar del tema. Es la vida o la muerte vasca. ¿Qué podría yo dar por volver esta noche con mis meditaciones a la terraza donde arranca la escalera principal del Centro Vasco de Caracas y, mirando al Ávila por encima de las luces de la ciudad, preguntar a lo Alto cuándo va a cesar esta cruel paradoja?
Mientras eso llega, el Centro Vasco de Caracas es un pedazo de patria construido a siete mil kilómetros y que dura y progresa desde hace veinte años. Es una página gloriosa de la historia vasca.
Por: Francisco Javier de Landaburu
Ver "ESPAÑA DE BORBÓN CAPÍTULO X" en YouTube
https://youtu.be/zF4iya7Kfus
Publicado por: Sony | 10/29/2020 en 07:09 p.m.