Por: Kepa Bordegaray *
El 25 de junio, se cumplieron 200 años de la ratificación de la Constitución de los Estados Unidos por parte de los trece estados embrionarios de la unión federal que habría de convertirse, inexorablemente, en el inevitable punto de referencia de la vida política, cultural, económica, jurídica y social del planeta. Se trata de un bicentenario tan importante como significativo, porque se celebra la memoria del alumbramiento de un gran texto legal que fue pionero en consagrar buena parte de las libertades individuales y colectivas que aún constituyen motivo de reivindicación y de lucha para no pocos países y pueblos de este mundo.
Aquellos representantes de los trece estados que se dieron cita en la cámara legislativa de Filadelfia, en mayo de 1887, trabajaron denodadamente durante dieciséis semanas hasta componer la sólida estructura de un marco jurídico democrático y estable. Doce años antes, algunos de ellos habían formulado la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en base a una filosofía que cultivaba el más amplio respeto a la libertad individual y colectiva, la cual habría de suponer una poderosa fuerza dinámica para todo Occidente. Recordemos el espíritu de aquella Declaración: «Sostenemos como verdades evidentes —decían— que todos los hombres nacen iguales, que a todos los confiere su Creador ciertos derechos inalienables, entre los que está la vida, la libertad y la busca de la felicidad; que para garantizar estos derechos, los hombres instituyen gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tiende a destruir esos fines, el pueblo tiene derecho a reformarla o a aboliría, a instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes de la forma que a su Juicio garantice mejor su seguridad y su felicidad».
Unos pocos años antes de que aquellos representantes de trece estados celebraran alrededor de una mesa de taberna, en una tarde-noche apacible, la conclusión de su texto constitucional básico, los líderes del revolucionario impulso de liberación que aunó a los verdaderos dueños de la tierra contra el operador inglés, enviaron a uno de los suyos a Europa para que investigara, estudiara y recopilara cuanto de los diversos sistemas jurídicos del Viejo Continente pudiera considerarse de interés, de cara a los posteriores trabajos constitucionales en los Estados Unidos. Jhon Adams, quien más tarde ostentaría la vicepresidencia en el gobierno presidido por George Washington, primero, y la propia presidencia, tras la retirada de éste en 1797, recaló en tierra vasca durante su intenso periplo europeo. Aquí conoció el Fuero en toda su profundidad y fue impresionado por el amplio marco de igualdad y de libertad que tal sistema amparaba. Según sus propias palabras, de ningún otro marco legal y jurídico le quedó impregnada una sensación tan positiva como la que imprimió el Fuero en su consciencia y en su entendimiento. Y Jhon Adams, por el conocimiento de sus leyes y de sus costumbres, aprendió a amar al pueblo vasco. Tanto que recomendó intensamente que el mismo espíritu que abonaba este sistema, fertilizara aquel que ellos, en los Estados Unidos, estaban dispuestos a construir. Así pensaba y así quedó escrito en la ancha obra que sobre las conclusiones de su viaje elaboró, la cual se conserva hoy en la Biblioteca del Congreso, en Washington.
Este bicentenario que ahora se celebra sirve para rescatar no pocas enseñanzas de un período histórico en el que un cohesionado grupo de hombres luchaba para hacer su independencia y consolidarla bajo los mandatos de la libertad y de la dignidad, del respeto a los derechos naturales del hombre y de la colectividad. Así, con toda la rotundidad y la sencillez de las grandes verdades, lo expresó Tomas Jefferson, tercer presidente de la nación, poco antes de acceder a tal cargo: «Todo hombre y todo grupo de hombres en la Tierra —afirmó— posee el derecho a gobernarse a sí mismo».
Que a nadie quepa duda alguna sobre las airadas reacciones que tales palabras y tal forma de pensar generaban entonces, hace doscientos años, en las potencias colonizadoras. En este punto, las cosas han cambiado bien poco. De manera que si hoy habla un pueblo de su derecho a ejercitar la libertad de determinar su propio futuro —no hablemos ya de la independencia— se reproducen los mismos gestos de contrariedad y se repiten las mismas respuestas que entonces, servidas siempre con la megafonía de los medios de comunicación más potentes, dispuestos siempre a favor del que tiene la fuerza del poder.
Doscientos años después las generaciones que han heredado el fruto de la inmensa obra de liberación llevada a cabo por los Washington, Adams, Franklin, Jefferson, Hamilton, etc., deberían ser conscientes de que el mismo impulso que guió a sus antepasados, guía hoy el pensamiento de la mayoría en otros pueblos. Y ello, con el enorme sarcasmo que anida en la circunstancia de que el espíritu de libertad y de democracia que palpitaba en el Fuero que ellos aprendieron a amar, sirvió para su Constitución, pero no ha servido todavía para alumbrar la realidad actual del pueblo que lo inspiró y cultivó durante largos siglos.
(26.Junio.1988)
Comentarios