En el rally París-Dakar, los componentes de un equipo español estuvieron 100 horas perdidos en el desierto de Tombuctú. La prensa ha reflejado ampliamente la angustia de estos hombres. Hasta que, una vez localizados, pudieron seguir la ruta segura hacia la meta.
Somos muchos quienes en estos momentos presenciamos, entre la esperanza, el escepticismo y la impotencia, otro rally nada deportivo. El rally Madrid-Argel. En el que sólo corren dos vehículos, el del Gobierno de Madrid y el de ETA/HB. Los demás estamos en el desierto de Tombuctú, siguiendo la carrera más por «radio macuto» que por emisoras oficiales. Estamos haciendo política con la brújula en la mano.
Si tuviéramos la seguridad de que el rally iba a llegar a su meta, poco importaría nuestra perplejidad, la cesión de protagonismo, la marginación y hasta el desaire. Se pueden aguantar muchas cosas con tal de que callen las armas.
Pero en política es difícil, si no estúpido, vivir de actos de fe.
Hace pocos meses, y ante nuestro deseo de una información cabal de lo que sucedía, se nos dijo en Madrid que ETA exigía secreto de lo tratado en los contactos con el Gobierno. De ser así, era una buena señal. En tiempos anteriores se había roto más de una iniciativa negociadora gubernamental por la exigencia de publicidad por parte de ETA.
Pero estaba claro que la información había que buscarla en Argel. Y por un emisario, que creíamos serio y honesto, enviamos un mensaje a Argel preguntando si estarían dispuestos a recibir a un enviado nuestro a efectos de recibir información de lo que sucedía.
Se sugería, además, que, dado el hecho de que no dependía de nosotros el que salieran los presos o se retirara la Policía del Estado, y puesto que estábamos persuadidos de que la exigencia de la constitucionalización del derecho de autodeterminación la entendíamos meramente retórica, por inviable en estos momentos, cabría la posibilidad, en .el marco del cese total de la lucha armada, de plantear una declaración en tal sentido en el Parlamento vasco que, en dicho supuesto, podría ser apoyada por las fuerzas nacionalistas, entendiendo que dicha iniciativa era no menos importante que la exigencia contenida en la llamada Alternativa KAS.
Pero no tuvimos respuesta por la vía del emisario elegido. La respuesta vino, en declaración oficiosa, en la tercera página de un lunes del llamado «diario abertzale», así como en un comunicado de ETA.
Y vino, como siempre, en forma de coz, entre insultos, falseando la verdad e interpretando nuestro requerimiento como un intento del PNV de participar en la mesa negociadora en busca de protagonismo y de capital político, y ocultando cuidadosamente todo lo relacionado con la propuesta sobre el derecho de autodeterminación.
Con lo que se puso en evidencia que tras la dureza de las palabras se encierra no pocas veces la debilidad y el complejo. Y es una constante en ETA y sus epígonos la morbosa celotipia que se traduce en interpretar cualquier acercamiento de buena fe como un intento de sustracción de los «méritos» y «logros» conseguidos por su «lucha armada». De lo que se concluye que la soledad de ETA está ganada a pulso. No sólo por la brutalidad de su camino sino por la arrogancia de su lenguaje político, la constante descalificación de los demás y su complejo de único actor en la escena vasca, relegando a los demás a la categoría de comparsas o de teloneros de los enemigos del pueblo vasco.
Curiosamente y al poco tiempo de enviado este mensaje, comenzó el «bloque KAS» una campaña de recogida de firmas en orden a presentar en el Parlamento vasco una propuesta de autodeterminación del pueblo vasco. Tal campaña se paralizó tan sorpresivamente como había comenzado. Debieron llegar a la conclusión de que se habían precipitado. Y la precipitación se debió, tal vez, al temor de que otros lanzáramos la idea al público con el consiguiente protagonismo. Porque está claro que los celos hacen más estragos en la política que en los matrimonios.
Convendrá contar, para completar la historia, que determinados «servicios» comunicaron en Madrid que nosotros habíamos enviado un mensaje a Argel proponiendo «nuestra participación en la mesa negociadora juntamente con ETA y en contra del Gobierno».
Como nadie nos consultó sobre ello, no sabe uno qué admirar más, si la eficacia de unos “servicios” que pasan cualquier información sin contrastarla, o el grado de confianza que existe entre “jefes y comparsas” como califica ETA al PSOE y al PNV.
En más de una ocasión oí a Juan Ajuriaguerra una frase que me hacía sonreír: «No quiero militares ni aunque sean vascos. Porque todos son iguales».
Como he tratado poco con militares, no podía medir las razones de la fobia de Juan a los uniformados. Y como cada cual habla de la feria como le va en ella, Ajuriaguerra tuvo amargas experiencias con el estamento militar. Con el Ejército español, con ocasión del canje de presos, cuando había miles de ellos en las cárceles de Franco. Fue precisamente Ajuriaguerra quien trató del canje de prisioneros con Garicano Goñi, más tarde ministro de Franco, y que por entonces era un joven oficial jurídico del Ejército.
Los de Franco querían canjear una serie de personas que les interesaban y ni una más. Ajuriaguerra imponía el canje de todos. Y cuando llegaron por fin a un acuerdo, comenzaron a hacer las listas.
La lista de Ajuriaguerra prioritaba a los menos significados, dejando a los responsables para el final, y guardando estricta proporcionalidad entre miembros de diferentes partidos o sindicados. La lista de Garicano procedía al revés, primero los más importantes.
Hecho el trato, y con la Cruz Roja de por medio, comenzó el canje. Pero cuando salieron canjeados los que interesaban al Gobierno de Franco, se interrumpió la operación y se acabó el canje.
Naturalmente llovía sobre mojado. La experiencia de Ajuriaguerra en Santoña con el general Roatta y sus italianos, que rompieron ignominiosamente el trato hecho con el propio Ajuriaguerra, era todavía más sangrante. Y tampoco tenía ningún buen recuerdo de la época conspirativa con el general Aranda.
Así que, sin tener que recurrir a la traición del general Espartero, Ajuriaguerra tenía una idea muy clara de lo que cabe esperar de pactos y armisticios de guerra.
Pero lo que más me intriga era por qué decía que no quería tampoco «militares vascos». Tal vez fuera por analogía o porque tenía también su experiencia en este campo, él que anduvo metido de hoz y coz organizando la defensa durante la guerra civil.
Me han traído estas cosas a la memoria unas declaraciones que acaba de hacer Sánchez Ferlosio a la revista «El Globo», en la que pone a parir a los militares de aquí y de fuera.
Pero también me ha recordado la obsesión de ETA por considerarse una organización militar y por sentarse de tú a tú con el Ejército español para negociar un armisticio.
Así como las poses uniformadas de Fidel Castro o del comandante Ortega, que rezuman infantilismo pese a las barbas tupidas de uno o ralas del otro. Poses ridículas, en todo caso, para quienes nos consideramos civiles y creemos que las armas son un mal sólo tolerable cuando el desquiciamiento humano llega al grado de hacernos inhumanos.
En todo caso, el afán negociador de ETA, la fruición por sentarse a negociar con el «Estado», como si ese tú a tú fuera el no va más, y, por el otro lado, el orgullo, el «sentido de Estado», el no sentarse a negociar con asesinos, o con «bandas armadas», como si se tratara de tártaros, está tomando, a ratos, tintes de comedia.
Hemos visto hasta la saciedad que el axioma de «pacta sunt servanda» está siempre matizado con el «rebus sic stantibus». Y que nuestra historia antigua y reciente muestra demasiado a las claras lo que dan de sí a la larga los pactos, tanto sea con militares como con civiles.
Muchas veces he dicho en público que prefiero un mal Estatuto con un pueblo consciente y despierto, que otro bueno con un pueblo sin nervio.
De ahí que confiar tanto en la firma de una Alternativa KAS, o cualquier otra, como si con eso se garantizara el futuro, no deja de ser una solemne ingenuidad.
Si aquí hay un pueblo, aunque sea pequeño, decidido a conseguir una meta, la conseguirá tarde o temprano. Y si no lo hay, tampoco las armas van a conseguir mucho. Por lo que, en uno u otro caso, están de sobra las armas.
Lo que aquí debe imperar es la lucha política. Y puesto que estamos en democracia, luchemos con armas democráticas, pongamos a prueba la tan cacareada democracia hasta ver si realmente esta estructura es realmente democrática o estamos inmersos en una tiranía disfrazada o en una pseudodemocracia vigilada.
Independientemente de cualquier juicio ético, utilizar las armas como defensa y consecución de derechos, es perder la legitimidad de esos mismos derechos. Al menos en el marco de las sociedades occidentales en las que nos hallamos inmersos.
Por: Xabier Arzalluz
(DEIA – Febrero de 1988)
Comentarios