Era el pasado junio en La Haya. Estábamos reunidos, en sesión restringida, los jefes de Gobierno y entre ellos José Antonio Ardanza, Ministros de Asuntos Exteriores y Presidentes de los Partidos englobados en el Partido Popular Europeo. El tema fundamental versaba sobre los problemas de defensa suscitados por la negociación de reducción de misiles nucleares entre Reagan y Gorbachov. Kohl manifestaba sus reservas respecto a las soluciones A-l, A-2. Franz Joseph Strauss, el Lendakari de Baviera tuvo una intervención destacada: «Lo que está sucediendo en la Unión Soviética o es una gran mentira, o en caso contrario nos hallamos ante una hora estelar de la humanidad» (Stemstunde der Menschheit).
Hoy, siete meses más tarde, Strauss se ha entrevistado con Gorbachov en Moscú. Tras la entrevista del pasado miércoles, el Lendakari bávaro declaraba: «Hemos entrado en un mundo nuevo, en el que las grandes potencias han excluido la opinión militar entre ellas, y hay que participar en esta nueva política».
La declaración de Strauss en el sentido de que en la Unión Soviética se están produciendo «cambios auténticos» constituye el más sonoro espaldarazo a la Perestroika desde el ámbito europeo no comunista.
Strauss es el conservador más notorio, aparte de la Sra. Thatcher, del área comunitaria. Anticomunista convencido y receloso siempre frente a la política soviética, desde la peculiar situación de división y de vecindad al bloque comunista que caracteriza a la Alemania Federal. Y enfrentado con frecuencia a la Ostpolitik de Brandt primero y de Genscher después. De ahí la importancia del diagnóstico de Franz Joseph Strauss sobre lo que sucede en Moscú y su repercusión internacional, y muy especialmente europea.
Las declaraciones de Strauss cobran también un relieve especial, dada la especial situación defensiva de Alemania Federal. La retirada de los misiles nucleares americanos de medio alcance del territorio europeo, dejan a Alemania en una cierta indefensión frente a la superioridad soviética en armamento convencional y químico. De ahí el interés del Canciller Kohl y de Strauss en que el desarme mutuo abarque también estas áreas, frente a las reticencias americanas referidas especialmente a las armas químicas. El que un firme aliado de América como Strauss apoye en esta materia a la Unión Soviética frente a las reservas de Reagan es algo, por llamarle de alguna manera, detonante.
Pero hay en la visita de Strauss a Moscú un dato de especial interés para gente como nosotros. Y me estoy refiriendo a los vascos.
Baviera es un Land de la Federación alemana de una especial connotación. Fue reino en el período napoleónico, haciendo funciones de Estado-almohada frente al Imperio austro-húngaro. La hizo célebre aquel rey loco cuyas genialidades y necesidades pecuniarias aprovechó Bismarck en su proceso de unificación y creación del imperio alemán bajo la férrea dirección de Prusia.
Aquel proceso que culminó con la elección del rey de Prusia como Kaiser en la sala de los espejos del palacio de Versailles tras la firma de la paz que puso fin a la guerra franco-prusiana, trajo la caída de Napoleón III y del Imperio francés, y la creación del Imperio alemán o segundo Reich.
El rey de Baviera, Ludwig II, dejó tras sí, aparte de sus locuras y de aquel rastillo de Nenschwannstein, castillo de cuento de hadas para turistas, una profunda nostalgia monárquica en Baviera. Junto con un odio y un antagonismo popular frente a todo lo prusiano, provocado por el «Kulturkampf» de Bismarck, que fomentó el luteranismo, como elemento de unidad, en un pueblo profundamente católico como Baviera. A la que Bismarck exasperó con una invasión de funcionarios, maestros y clérigos protestantes. Desde entonces el «prensse» es la palabra despectiva que, con su peculiar pronunciación dialectal, lanza el bávaro contra todo alemán más allá de la línea del Rhein-Main.
Baviera tuvo su partido nacionalista-separatista, hoy residual. Votó en contra de la Ley Fundamental o Constitución federal vigente. Hizo su propia Constitución con Tribunal Constitucional incluido. Y se denominó a sí misma «Freistaat Bayem», Estado Libre de Baviera, como puede verse en todos sus puntos fronterizos.
Fue Joseph Müller el que, con su partido CSU (Unión cristiano-social) ganó la partida al viejo Bayempartei. Y su delfín Strauss, que entró de joven en el Gabinete Adenauer en Bonn, como Ministro de Defensa que reconstruyó el ejército alemán, unió más y más a Baviera al carro de Bonn, desde su absoluto dominio de la política bávara.
Strauss se convirtió en el coco de todos los movimientos de izquierda y de extrema izquierda que proliferaron en Alemania desde los años 60 y que desembarcaron desde las comunas estudiantiles hasta la Rote Armée Fraktion o banda Baader-Meinhof.
Su radicalismo anticomunista y su indiscutible potencia personal le hicieron jefe del nuevo conservadurismo alemán. Pero le impidieron llegar a la Cancillería. O al Ministerio de Asuntos Exteriores, que hubiera sido su meta en el actual gobierno de coalición dirigido por Kohl.
Y entonces se retiró a Baviera. A la Baviera de hoy, que sigue siendo el primer Land en superficie y el segundo en población. Que ya no es aquella Baviera agrícola, de montes alpinos, lagos y llanuras de cultivo, con su tipismo y sus peregrinaciones a la Virgen de Altótting. Las oleadas de alemanes del Este, especialmente de los Sudetes checos, y la emigración de los grandes complejos Siemens y AEG que abandonaron Berlín, la han convertido en la zona industrialmente puntera de Alemania, donde se concentra una gran parte de su industria electrónica y de aviación.
Pero Strauss sigue, aunque ya entrado en años, como rey absoluto de Baviera. Con una personalidad que desborda el Land del que es Presidente.
De forma que Baviera es hoy el, diríamos, «territorio autónomo» europeo que más claramente desborda el marco constitucional establecido. Lo mismo se relaciona a su aire con sus vecinas Viena o Budapest, como abre una oficina con status cuasi-diplomático en Bruselas, por considerar que los problemas que afectan a Baviera no necesitan de intermediarios federales para su solución.
Por eso hoy está Strauss en Moscú. Como estuvo ayer en China, Sudáfrica o en Chile. Llevando en su cartera los intereses industriales, incluidos los de la industria armamentística, de su Land. Y junto a ellos su pasión por la política exterior o la reunificación alemana.
Strauss preocupa en Bonn. Y preocupa en otras cancillerías. En todas aquellas que no toleran protagonismos, ni menos aventuras exteriores de las autonomías de su ámbito.
“Los norteamericanos son nuestros aliados —decía Strauss en Moscú—, pero eso no significa que compartamos todos sus puntos de vista».
Todavía anteayer me hablaba uno de los vascos más enterados en la marcha de los asuntos económico-financieros sobre el panorama internacional que se iba consolidando par bastantes años vista. Según él, el dólar iba a seguir bajando. Bruscamente según unos, más pausadamente según otros. Pero bajando hasta llegar a un punto de equilibrio con las otras dos grandes monedas: el yen y el marco alemán. Tres monedas fuertes, tres ámbitos de mercado prácticamente autosuficientes. Los EE. UU. y Canadá por un lado; el lejano Oriente con Japón, Corea del Sur y Taiwan, con algunos apéndices, por otro; y Europa Occidental por otro.
Tres monedas, tres mercados y, naturalmente, tres ámbitos defensivos. Dejando de lado a los países del Comecón que, en su desastre económico, necesitan un respiro de años y una tregua en la carrera de armamentos, para intentar adoptar su tejido industrial al tren tecnológico que se les escapa. Y con un tercer mundo cada vez más desamparado, más marginado y más desesperanzado.
Este parece ser el panorama de cara al siglo XXI. Sin guerra nuclear. Las guerras serán regionales. Y entre países pobres para más desgracia. Y a este panorama se dirige la atención de economistas, políticos y estrategas.
En el ámbito europeo es la República Federal de Alemania la más preparada tecnológica e industrialmente. Con la moneda más fuerte. Y con el ejército más potente, aunque sin armamento nuclear. Una Alemania cansada de ser el gigante económico y el enano político de Europa. Capacitada para entrar de lleno en el sentimiento industrial y tecnológico que necesita el ámbito soviético.
En una Europa de marcha lenta y de protagonismos encontrados, la distensión entre potencias y los nuevos ámbitos económico-financieros deben servir de acicate para una política financiera, defensiva y exterior común. Porque, de otro modo, no será fácil que los intereses vitales de algunos países, como Alemania especialmente, despeguen hacia una política particularista. Aunque, hoy por hoy, el Gobierno Kohl tenga ideas claras y convicciones fuertes respecto a la construcción europea.
En cuanto a nosotros, nos toca levantar la cabeza de tanta pejiguera como la que nos esteriliza diariamente, fijando lo más claramente posible la dirección de los tiempos. Pero triste será autodeterminarnos para plantar berzas. Lo que ocurrirá si no insistimos, no ya los partidos, sino los sindicatos y todo el cuerpo social en ir poniendo remedio a nuestra situación industrial, financiera y tecnológica.
No soy en absoluto pesimista. Aquí se nos han acumulado los problemas como en ninguna otra zona industrial de Europa. Porque a la crisis siderúrgica se han añadido la de la construcción naval y la de los grandes bienes de equipo. Adobado todo ello con tiros y secuestros. Y no nos hemos hundido. Crecemos más lentamente, porque el golpe ha sido fenomenal. Pero crecemos. Y prácticamente con nuestras propias fuerzas. Dicen que Dios aprieta pero no ahoga. Y nos hubiéramos ahogado si no hubiéramos podido disponer de un poder autonómico y de los recursos del Concierto. Pero necesitamos más que nunca observar los nuevos rumbos tanto en lo político como, muy especialmente, en lo económico.
Por: Xabier Arzalluz
(Deia – Enero de 1988)
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