LA RÉPLICA A UNA AFRENTA
Viene a resultar siempre que las convocatorias a urnas generan en el mundo político y en el universo ciudadano de la calle un efecto parecido a la resaca que sucede a una larga temporada de abusos de algún producto excitante. Todo empacho provoca períodos de temperancia y sobriedad, necesarios para recuperar el ritmo habitual de las reacciones y el acostumbrado dinamismo de otras épocas. Y pasa así que el atracón político de un periplo electoral, incluido casi por definición en la línea selecta de los productos agrios que se cultivan en la huerta de la transición democrática, trae consigo épocas de laxitud donde parece que los lodos que salieron de aquellos polvos vuelven a su estado primitivo y que una sensación de falsa calma chicha se apodera del otrora tempestuoso mar de las hostilidades partidarias e institucionales.
Esta vez, sin embargo, una sucesión de acontecimientos y manifestaciones diversas ha encendido, antes de lo acostumbrado, la llama de la tensión y de la discordia. El conflicto, a diversos niveles, aparece en dos focos bien determinados: por una parte, la historia de Burgos y el conjunto de marrullerías barriobajeras que diseñaron la actitud de algunos miembros relevantes de la FF. AA. y de la llamada clase política para con el lehendakari y, por otra, la oleada de reacciones que ha suscitado la declaración realizada a título personal por Pedro Miguel Etxenike en torno a la posibilidad de una iniciativa de reforma estatutaria.
Después de un viaje a América, prolijo en interpretaciones que han sellado el ánimo rabioso que esconden algunos análisis de todo hecho vasco, el presidente Garaikoetxea acudió a Burgos para tomar parte en un acto que trataba de homenajear a la bandera española. Evidentemente, la presencia allí del lehendakari es preciso inscribirla en el marco de las buenas relaciones, de los deseos de evitar hostilidades y del respeto hacia la simbología de unos pueblos que se identifican con la enseña bicolor. Pero en muchas cabezas calientes con porche de visera militar, anidaba la obsesión de vigilar muy de cerca la actitud de Carlos Garaikoetxea. En definitiva, toda una galería de gestos al uso iba a marcar la verdadera trascendencia de la representación vasca en la calle burgalesa de Vitoria. La sensación de aislamiento y algunas miradas vejatorias debieron ser un trago terrible para quien llevaba en sí mismo el peso delegado de todo un pueblo, que ha dado muchas más lecciones de cordura y de saber estar solidario que las que ha recibido a cambio. Sólo una actitud, la del Rey agradecido por la presencia allí del lehendakari y la de algunos dirigentes socialistas con cargos institucionales que también participaron de los actos de Burgos, puso a salvo la dignidad y el valor auténtico de lo que suponía la presencia de Garaikoetxea en un homenaje simbólico como aquél. Por lo demás, toda una estrategia de afrentas y de desprecios corearon la ópera bufa de quienes hacen de su propia simbología una barricada de bandolerismo político, aun a sabiendas de que tales burlas, tales vigilancias y tales vilipendios son dirigidos contra todo un pueblo.
No sé si es verdad que cada pueblo tiene el Gobierno que se merece. Posiblemente no sea más que una frase desafortunada que ha calado para dar explicación a muchas situaciones difíciles. Pero lo que parece fuera de toda duda, al menos hay que considerarlo así por elementales razones de justicia, es que son muy pocos los pueblos que han dejado su defensa en manos afortunadas. Porque poco puede esperarse de unos mandos militares que malversan su función a partir de las obsesiones y las paranoias políticas que han moldeado sus mentes por la vía de un visceralismo envenenado. Porque si tan cierto como lo anterior es que hubo en Burgos altísimos representantes de las Fuerzas Armadas que mantuvieron la compostura y situaron al lehendakari en su lugar de tratamiento respetuoso, también lo es que el odio y el resentimiento rodearon su figura hasta límites inaceptables.
Es responsabilidad de todo el pueblo vasco dar réplica a esta afrenta que contra él se ha cometido a través de su máximo representante. Y quizá no estaría de más, en los momentos actuales de dificultad y de tensión, demostrar que quienes así obraron hacia la figura institucional de Carlos Garaikoetxea, cometían un serio agravio contra Euzkadi, dentro de los más puros cánones separadores y disgregadores. Porque los espías de rabillo tienen que conocer la respuesta a sus iras y a sus desprecios. Porque si algo sabe hacer este pueblo, quizá por el simple aprendizaje de las vicisitudes históricas vividas, es unirse en una pina para responder a las vejaciones y a los insultos.
De esta manera se da réplica a determinados artificieros del bochorno ajeno y de esta manera, también, se demuestra que la voluntad de autogobierno y de progreso en todos los órdenes que una gran mayoría de vascos sostiene y alimenta, no puede quedar defraudada por la estrategia del parón y del retroceso que aplica la Administración socialista y su Gobierno al proceso de desarrollo del Estatuto. Se ha escrito mil veces que el regateo en las facultades de gobierno a traspasar, que el cambio en la dinámica de dar los contenidos marcados al texto de Gernika a este pueblo y cualquier otra operación de sabotaje contra las expectativas vascas de autogobierno, puede desenganchar de su compromiso a muchos que en el referéndum autonómico de octubre del 79 apoyaron una vía de estabilización y de avance como la que inspiraba el Estatuto. Es a partir del entendimiento de este riesgo y de este derecho, desde donde en los cenáculos políticos de Madrid deben medir el alcance de las consecuencias que puede generar una dinámica de fraude en las transferencias. Evidentemente, la modificación del Estatuto de Gernika va a abrir brechas que parecían superadas. Pero tiene la enorme virtud de colocar las cosas en su auténtica dimensión; es decir, de situar los deseos del pueblo vasco muy por encima de la medida que dan algunas actuaciones políticas irresponsables y rastreras.
Por Kepa Bordegarai
(Deia, 08 de Junio, 1983)
Comentarios