Recibí el encargo de decir algunas palabras en representación de los exiliados en la reunión de Euba, el jueves pasado.
Lo apretado del programa, la emoción, impidieron que yo cumpliera el deber de decir las palabras en nombre de los exiliados. Estas palabras que iba a decir, las digo ahora.
No es ésta la oportunidad de hacer historia de este largo exilio de los vascos a partir de la guerra de 1936, partido el cuerpo nacional en dos: una parte constituida por los 150.000 que salieron con su lengua, su literatura, sus publicaciones científicas, culturales y periodísticas, además de su Gobierno, el símbolo de nuestro autogobierno y de nuestra libertad; y la otra, el exilio interior del resto del cuerpo de nuestro pueblo, que quedaba desnudo de todo eso en su propia tierra, martirizada por la guerra y sus crueldades sin nombre, con los muertos, los asesinados y los condenados a tortura de cárcel, de campos de concentración, de trabajos forzados, sometidos a vejaciones, amputada la lengua en sus publicaciones y en sus conversaciones públicas y hasta en los epitafios de nuestros muertos.
Claro que no hay espacio para enumerar siquiera los crímenes que han cometido contra nuestro pueblo.
Ni siquiera los referidos a la guerra de 1936.
He solido mencionar el hecho de la existencia de estos dos exilios: el exterior y el interior. Es difícil generalizar y medir comparativamente su dureza; estoy seguro que a cada cual le ha sido duro el suyo y ¡le basta!, tan duro es morir de este dolor de sentirse un extraño en su propia casa como caer en el camino de regreso sin llegar al reposo de su tierra.
Pero el exilio resultó más esperanzador dentro y fuera gracias a las instituciones políticas de nuestro país.
En el día en que estamos rindiendo un homenaje de agradecimiento a la andereño, que quiere abarcar a todas aquellas jóvenes que estaban al servicio de lo más inocente y desprotegido de nuestro pueblo en una guerra que se le impuso brutalmente, quiero recordar el hecho de que ninguna de estas instituciones de atención social y de dirección política después, de aliento político, que funcionaron sin respiro, muchas veces sin esperanza, algunas en momentos de gran desaliento, sin esta responsabilidad que los hombres que dirigieron la vida vasca no hubieran sabido afrontar con decisión, con valentía y también con un ejemplar sentido de la responsabilidad política y patriótica.
Ha habido otros pueblos que en el mismo exilio tuvieron Gobierno y sin embargo, no acertaron a resolver estas dificultades.
Y no sólo a ésta de la atención de sus compatriotas, dentro y fuera del país, sino que extremaron su generosidad y su trabajo responsable al representar a nuestro pueblo en las más altas instancias políticas en Europa y América con un sentido de responsabilidad, de acierto, que nos ha venido enorgulleciendo a todos los vascos. Este es el capital de prestigio que el Gobierno vasco supo ganar y mantener en las condiciones políticas más adversas. Este pueblo que representaron supo responder después ofreciéndole su colaboración espontánea; con su dinero los que podían hacerlo, y su apoyo político en todos los campos del trabajo y la conducta de los vascos, en el exterior y el interior, para dar al mundo la imagen del Gobierno con pueblo y pueblo con Gobierno, que se ha venido reconociendo por propios y extraños durante estos largos y terribles años de desierto político que tuvieron que atravesar nuestros hombres, con algunos que han ido quedando en el camino, como el primer lehendakari que tuvimos los vascos: José Antonio de Agirre, como Javier de Landaburu, como Manuel de Irujo, como Rezola, Ciaurriz, Aznar, Monzón, Juan "Gracia, Eliodoro de la Torre, Alfredo de Espinosa, Juan de los Toyos, José M.a Lasarte, y que saludamos hoy en los que los sobreviven, como Gonzalo Nardiz, Astigarribia, y el segundo lehendakari del Gobierno: Jesús M.a de Leizaola.
Hasta lograr entroncar institucionalmente aquel primer Gobierno de Euzkadi con éste presidido hoy por Carlos Garaikoetxea. Esta hazaña es sólo vasca.
Y es porque nuestro pueblo ha sabido apreciar y sentir el valor de las instituciones políticas como el camino de andar los pueblos sin ruptura, con responsabilidad.
He pensado muchas veces que el exilio de los carlistas vascos, después de cada una de las dos derrotas militares, fue mucho más amargo que el nuestro, porque estos vascos carecieron de las instituciones vascas que se responsabilizaran de su suerte, que les marcara un norte capaz de convertir la derrota en sólo una batalla perdida.
Así, con este ejemplo fácil de aplicar para observar la diferencia entre dos momentos vascos importantes, me resulta honroso decir, con los exiliados que estamos agradecidos a nuestras instituciones políticas y de Gobierno que supieron cumplir tan dignamente con su deber con su promesa de servir al pueblo que supo confiar en ellas.
(Deia, 05 de Junio de 1983)
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