Inmerso en un piélago de compromisos inaplazables —cuantos más años va teniendo uno, más le llueven los encargos de esta índole perentoria e ineludible— no me ha sido posible hasta ahora encontrar un resquicio para poder referirme a una noticia por demás grata. Es el caso que, con fecha 19 del pasado octubre, tuvo lugar en el Salón de Cultura Hispánica de Mendoza (Argentina), la imposición al Dr. Justo Gárate, de la insignia de la Orden de Isabel la Católica, que le fue concedida por el Rey Juan Carlos, en premio a toda una vida consagrada a la Ciencia y a la Cultura en general.
Dejando de lado —¡que ya es dejar!— la importante labor del insigne profesor de Bergara en el campo de la Medicina, de la literatura científica y de la alta docencia, y contemplando desde nuestra peculiaridad vasca su prestación al acervo cultural del País, no podemos menos de sentirnos asombrados —y yo diría que agradecidos también— ante la magnitud y riqueza de su aportación.
Justo Garate nos enseñó a conocer o, al menos, a conocer mejor, a personajes muy importantes y muy vinculados a nuestra historia y a nuestra cultura, como Guillermo de Humboldt, Houston Stewart Chamberlain, Christian August Fischer, Lupold Von Wedel y otros. Escribió libros sumamente interesantes, entre ellos Ensayos euskarianos, Viajeros extranjeros en Vasconia y su originalísimo Cultura biológica y arte de traducir. Tiene asimismo un estudio muy enjundioso relacionado con Humboldt y Vasconia. Tradujo del inglés a Henry David Thoreau, que, en su famoso Walden revela un espíritu superior, de signo casi místico, cuando nos describe el paraíso edénico, poético y ecológico que eligió para vivir: allí donde, según sus propias palabras, «por la mañana siempre sopla el viento y no se interrumpe el poema de la Creación»... Y del alemán, a Von Ludemann (en colaboración con Martín Zubiria) y a Houston Stewart Chamberlain, en un trabajo que el pangermanista y wagneriano de origen inglés (nació en Portsmouth) dedicó a Loyola. En este texto, en el que conceptuaba a San Ignacio como un enemigo temible y al que combatió con sus más sutiles armas dialécticas, se contiene a la vez un innegable viso admirativo. Empieza por considerarle como «uno de los hombres más extraordinarios de la Historia», al que nadie podría negarle cabalmente «una sincera admiración». Dice también a propósito del santo vasco, que es «desinteresado, enemigo de frases, sin un ápice de comediante» (para quien redacta estas líneas, tres auténticos piropos). Y respecto de su carácter señala que ante los padecimientos físicos se comportaba como un héroe y que en el orden moral, era también temerario, poseedor de una voluntad férrea, hombre que no se entretenía en pequeñeces, lo que venía a asegurar a su actividad «un lejano porvenir».
En oposición al moderno especialista, al hombre que sabe todo lo que se puede saber, pero de una sola disciplina —científica, artística, literaria, lingüística, sociológica (la que sea)— pero que ignora lo más elemental que pueda contenerse en todas las demás, es decir, el temible espécimen que nos anunciaba Ortega en un capítulo titulado La barbarie del especialismo y que aparece inserto en su célebre Rebelión de las masas, Justo Gárate se nos muestra como un investigador encielo-pedido, lleno de curiosidad y ávido siempre de descubrir nuevos rasgos culturales o científicos. Dotado de una capacidad de trabajo asombrosa, quiere abarcarlo todo. Pero no es diletante, esto es, apoderándose de la media docena de lugares comunes vigentes en cada parcela intelectual, sino con la probidad y el rigor exigibles al investigador de raza.
En el prólogo de su Humboldt —por cierto: el Dr. Marañón afirmó rotundamente que Justo Gárate era el primer humboldtiano de España— hay un dato que, a mi juicio, viene a poner de manifiesto el carácter de nuestro hombre: la parte de anotación del libro fue efectuada en 1937, en la Bibliotéque Royale de Bruselas, donde el autor se sumergió para olvidar penas y preocupaciones del exilio. Quiere decirse que en aquel ambiente de incertidumbre y de nerviosismo, entre dos guerras terribles —la que acababa de dejar, y la otra, la que se cernía en el horizonte—, no se encierra en casa a fumar cigarrillos o se va al café a compartir sus inquietudes con otros exiliados. Se refugia en una biblioteca. Y allí, en un ambiente silencioso y recoleto, reanuda el trabajo de un libro iniciado el año 35 e interrumpido poco después, a causa de la guerra.
Pienso que para intentar la continuación de una obra intermitida en un momento dramático, sin borrarse de la mente el drama peninsular acabado de vivir y ante la inminencia de un futuro que se presentaba ominoso y sombrío, había de requerirse una tranquilidad de espíritu verdaderamente asombrosa.
Algo parecido —si bien aquí cabría sospechar que la serenidad tendría un origen más oscuro e inefable— se trasluciría de una anécdota atribuida a San Carlos Borromeo, según la cual se hallaba jugando una partida de ajedrez, cuando en un grupo cercano a su tablero, en el transcurso de una conversación que sostenían varios sacerdotes y seglares, surgió de pronto la siguiente pregunta:
—¿Qué haríamos ahora, si nos dijesen que dentro de una hora vendría el fin del mundo?
San Carlos se volvió hacia el grupo y respondió al punto:
—Yo continuaría jugando mi partida.
La anécdota, verídica o apócrifa, tendería a poner de manifiesto la sublimidad del sosiego espiritual, la maravillosa tranquilidad del que tiene la conciencia limpia y en orden.
Anécdota por anécdota, personaje por personaje y con el mutatis mutandis de rigor, una de las figuras señeras de la historia de nuestros deportes rurales, el aizkolari azpeitiano Keixeta, con su laconismo campesino, contestó a un periodista que le preguntaba la razón de su longevidad deportiva:
—Kontzientzi garbiya.
La erudición de Gárate es extraordinaria. Yo diría que es una enciclopedia viviente. Y no obstante, haber residido la mayor parte de su vida muy lejos del País, en lo que se refiere a nuestra cultura, está tan enterado que no hay forma de sorprenderle en un renuncio. Recuerdo que hace ya muchos años (tantos que se acercarán al medio siglo) leí en unas declaraciones de un misionero gipuzkoano, el Padre Leonardo Medinabeitia, que la única palabra del japonés que coincidía con el euskera —y al parecer dominaba bien ambas lenguas— era bakarrik, que también en japonés significaba «solo». Me pareció un dato curioso e inmediatamente se lo transmití por escrito a Gárate —ambos sostuvimos una correspondencia ininterrumpida durante muchos años, iniciada durante mis primeros años de estancia en Venezuela, y continuada después aquí— y a los pocos días, a vuelta de correo aéreo —que, por cierto, tanto en. América como aquí funcionaba mucho mejor entonces que hoy— recibí una auténtica disertación epistolar sobre el tema. Me indicaba que el dato del P. Madinabeitia ya había aparecido publicado antes, tanto en la Historia General de Bizkaya del P. Labayru, como en L'emigration basque del P. Lhande. Y que él, personalmente, tuvo ocasión de comprobarlo, en una conversación que sostuvo en japonés en un restaurante argentino. Añadía que la frase japonesa que daba a conocer el P. Lhande era: Kore bakarri da, que correspondía a nuestro: Ori bakarrik da. Comentaba también que Calbetón, el político vasco, bromeaba sin duda cuando afirmaba que entendía a los diplomáticos japoneses, en Madrid, y agregaba que Mgr. Mugabure, arzobispo de Tokio, sostenía que existían unos ochenta vocablos casi idénticos en ambas lenguas, afirmación que Gárate consideraba disparatada. Y creo que todavía me dio algunos datos más, que sin duda he olvidado con el paso del tiempo.
Justo Gárate ha sido también un polemista temible. Utilizaba sin contemplaciones los pertrechos que le proporcionaba su vasta logística de conocimientos. En su libro Cultura biológica y arte de traducir, publicado en Buenos Aires en 1943, aparece inserta una polémica que sostuvo con un periodista-conferenciante, a propósito de la oriundez del trigo en la Argentina, en la que Gárate se muestra draconiano, cercándole a su adversario y cerrándole todas las salidas. También manifestó una gran dureza en su réplica a Jorge Luis Borges, escritor célebre pero muy contradictorio y desconcertante, tanto en sus ideas como en sus filas y fobias. Borges había escrito un comentario muy acre y muy antipático contra los vascos, y la contestación de Gárate fue también, como apuntamos, contundente e implacable.
Desde su lejana sede austral, el ilustre publicista alentó a muchos jóvenes vascos dispersos en distintos países, a no desmayar y a continuar por las rutas culturales, artísticas o literarias que hubiesen emprendido. Personalmente, puedo decir que me animó desde que, recién iniciado el decenio de los 40, publiqué mis primeros trabajos. Y también a mi inolvidable amigo Iñaki Urreiztieta, fallecido hace más de treinta años y que dejó al morir tres libros publicados y un manuscrito muy adelantado sobre Lope de Aguirre, que no llegó a ver la luz. Ambos fuimos asiduos corresponsales suyos, por años.
Por todo ello, ahora que le llegan a Justo Gárate los más altos y merecidos honores y reconocimientos —recordemos que no hace todavía muchos años fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco— uno, convertido ya en un viejo escritor, quiere unirse al coro de homenajeadores, expresando desde estas líneas su mensaje de alegría y de gratitud para quien, años atrás, muchos años atrás, fuera su maestro “a distancia”.
Por: Miguel Pelay Orozco
(Deia, 17 de Enero, 1992)
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