Se trataba de preparar al PSOE para ocupar una posición que nadie pudiera percibir como amenaza de cambio de sociedad.
El PSOE -dijo Felipe González en la escuela socialista de verano de 1976- es un partido con historia y un partido marxista. Era también otras cosas, que el primer secretario fue enumerando para conocimiento de todos: un partido democrático, de masas, de clase, pluralista, federal, internacionalista. Con tan amplia definición, González culminaba la tarea que se había impuesto desde que llevó a Toulouse la necesidad de renovar estratégica, ideológica y orgánicamente al mortecino socialismo español. Era preciso "tener un espacio político definido, una identidad propia", y para conseguirlo se imponía defender "un socialismo tan distante de las posiciones socialdemócratas como del centralismo burocrático". El nuevo socialismo no se definiría, como el antiguo, por su rechazo visceral del comunismo, sino por la dura crítica a la socialdemocracia: "No hay espacio específico en el área del sur de Europa para una organización socialdemócrata", escribía González avanzado ya el año 1976, y Alfonso Guerra recordará que el modelo socialdemócrata alemán "no tiene nada que ver con nuestra ideología". En realidad, no había ningún modelo que copiar "porque no se ha dado ningún modelo de construcción del socialismo en Europa". El español iba a ser el primero.
Las notas más enjundiosas de la definición de González pasaron a la ponencia política aprobada, en diciembre de ese mismo año, por el 27º congreso, que presentaba al PSOE como "partido de clase y, por tanto, de masas, marxista y democrático". La identificación como marxista del partido socialista servía como piedra maestra de un edificio ideológico desde cuyas azoteas se divisaban todas las etapas de la transición al socialismo. Del Estado todavía vigente se habría de pasar, en una primera fase, a la conquista de la democracia formal; más adelante, sin salir aún de la democracia, se avanzaría hacia la instauración de la hegemonía de la clase obrera y de sus aliados y, finalmente, el bloque de clases anticapitalistas acabaría con la explotación del hombre por el hombre e instauraría una sociedad sin clases en la que la totalidad de los aparatos estatales se sustituiría por la autogestión de los trabajadores en todos los niveles.
Pertrechado de marxismo y fija la vista en la futura sociedad, el PSOE reclamaba para sí, a pesar de no contar por entonces con más de diez mil afiliados, el papel de "eje central de las fuerzas históricas progresistas". La reivindicación del marxismo como "seña de identidad" socialista, que luego se achacaría a la sobrecarga ideológica propia de la oposición a la dictadura, fue así el elemento central en la estrategia de la afirmación del PSOE entre los numerosos grupos y partidos socialistas y en la pugna con el PCE para conquistar la hegemonía en el conjunto de la izquierda. A eso se refería quizá Felipe González en su contundente declaración de agosto de 1976: "Cuando nosotros decimos que nuestro partido es marxista, tenemos serias razones para decirlo".
Con ese discurso en los labios, y con una práctica política de negociación con el Gobierno, el PSOE conquistó, en efecto, un sólido lugar en el nuevo sistema de partidos. Como el mismo González se encargó de destacar, "el pueblo no deseaba mantener la multiplicidad de siglas... y se orientó hacia lo que podíamos considerar un bipartidismo imperfecto, clarificador y eficaz". Clarificador sobre todo para los socialistas, que clausuraron en unos meses la larga etapa de irrelevancia y marginación derivada del exilio y saltaron al centro mismo del sistema de partidos. Y eficaz, porque las elecciones de 1977 barrieron o dejaron fuertemente endeudados a todos los pequeños grupos y partidos que habían entrado en competencia con el PSOE dentro de un campo socialista y dejaron a flote, pero seriamente tocado, tan sólo al PCE en el mundo comunista.
De esta forma, tras la elecciones de 1977 se desvanecieron todas las serias razones que habían llevado al PSOE a declararse marxista. Con sus cinco millones y pico de votantes había dejado de ser un partido marginal en el sistema político; con su capacidad de absorción del resto de partidos socialistas ya no era uno más entre ellos; con el éxito electoral frente a los comunistas dejó de ser el partido condenado a una posición subalterna en el conjunto de la izquierda. Este cambio de posición real determinó un cambio de percepción de las metas inmediatas y de las estrategias necesarias para alcanzarlas. Por decirlo con el lenguaje de aquellos años, de la conquista de nuevos espacios de libertad se pasó a la ocupación de nuevos espacios de poder. Ahora bien, al Gobierno sólo podría llegar si incrementaba el apoyo electoral. La base de partida no era mala, pero tampoco suficiente para alcanzar la mayoría parlamentaria: había que consolidarla a la vez que se iniciaban movimientos hacia nuevos espacios situados donde se autoubicaba la mayor parte de los electores, o sea, en el centro. La consecuencia táctica era elemental: si por la izquierda no existían ya competidores, la única ampliación posible quedaba a la derecha. Después de las elecciones de 1977, el adversario a batir no era el PCE, sino UCD, que había conseguido el voto de más de seis millones de españoles.
Felipe González fue el primero en percibir que la definición con la que él mismo identificó al PSOE para pertrecharlo en su combate por la hegemonía dentro de la izquierda era precisamente lo que había que destruir para adaptarlo al nuevo objetivo de ampliar el atractivo electoral por el centro. Embistió, pues, por derecho contra el núcleo de la identidad socialista establecida en el 27- congreso y declaró, en una reunión con periodistas y con objeto de que se enterara todo el país a la vez que su propio partido, que había sido un error definir como marxista al partido socialista. Este anuncio bastó para que un sector de veteranos militantes de la Federación Madrileña mostrara su alarma por lo que consideraba un proceso de transformación del PSOE en partido electoralista y personalista. Erigidos en guardianes de la pureza ideológica y de la dirección colegiada, los críticos se sintieron fustigados por la nueva toma de posición de González y se aprestaron a dar la batalla para no dejar caer esa última trinchera de su identidad.
(González saluda puño en alto a los delegados del congreso extraordinario, el 29 de septiembre de 1979, una vez que ha sido elegido secretario general del PSOE.)
Batalla que, como ya había ocurrido en 1935 cuando la izquierda caballerista pasó a la ofensiva contra el proyecto prietista, tomó la forma de un debate sobre el marxismo. La intervención de Adolfo Suárez en vísperas de las elecciones generales de marzo de 1979, alertando sobre los peligros del coco marxista, y los resultados obtenidos por el PSOE, muy por debajo de las expectativas acariciadas, impulsaron a Felipe González a no demorar más su decisión de suprimir la voz "marxista" de la identidad adoptada por el PSOE en 1976. Quizá no esperaba que, frente a la ponencia política oficial que propugnaba una nueva identidad interclasista, los críticos presentaran una ponencia alternativa en la que se reafirmaba el carácter marxista y revolucionario del partido socialista. Aprobada por la inmensa mayoría de los delegados, los críticos pretendieron aprovechar su victoria forzando la elección de una nueva ejecutiva en la que, manteniendo a González como primer secretario, tuvieran ellos una representación proporcional a la fuerza evidenciada en el Congreso.
González, sin embargo, desde los tiempos en que había combatido contra Rodolfo Llopis, no concebía la posibilidad de construir un triunfo orgánico sobre una derrota ideológica y había expresado con toda claridad su intención de no permanecer al frente de un partido que se definiera como marxista. Había llegado a la política por "razones fundamentalmente éticas" y quería que quedara bien claro que "no todos los políticos son iguales y van a lo mismo". Si el partido le había dicho a la sociedad que era profundamente democrático y que quería transformarla democráticamente, tenía que contar con la mayoría de la sociedad, lo que, como las recientes elecciones demostraban, no se había conseguido. Era preciso rectificar y decirle claramente "a la sociedad que somos demócratas, (que) aceptamos el juego constitucional... que no queremos volver a empezar, a hacer otra Constitución". En estas condiciones, pero sólo en ellas, el partido le tendría de nuevo "total y absolutamente a vuestra disposición". Los críticos, que no habían imaginado "ni por asomo esa incompatibilidad de Felipe González", fueron incapaces de convertir su triunfo ideológico en una victoria orgánica y no lograron presentar la candidatura de un nuevo secretario general ni una ejecutiva alternativa. En medio de una considerable confusión, los delegados tuvieron que nombrar una comisión gestora que preparase un congreso extraordinario en el que se dilucidaría definitivamente la cuestión.
(Alfonso Guerra y Luís Gómez Llorente (del sector crítico), durante el congreso extraordinario)
Pero las cosas ya no volverían a ser nunca lo que fueron. Entre el 28e congreso y el congreso extraordinario, Felipe González emprendió una ofensiva política e ideológica que tuvo como meta transformar el PSOE en un partido homogéneo en su dirección, disciplinado en su estructura orgánica y socialdemócrata en su ideología. Su primer movimiento consistió en hacer ver a sus adversarios que no estaba dispuesto a ninguna componenda ni acuerdo entre ellos. Ahora, como en su lucha contra Llopis o en su enfrentamiento con Jimeno, González jugaba a todo o nada. No se prestó a que su nombre apareciera en ninguna candidatura propuesta por los críticos en la que se viera obligado a bregar con una fuerte oposición interna que le estuviera acusando todo el rato de abandono de las ideas y traición a los principios. El no iría en candidatura ajena; en todo caso, incluiría a uno de los críticos -Gómez Llorente, si quería- en la propia. No fue éste tampoco el caso, por la negativa del interesado y todos los nuevos miembros de la Comisión Ejecutiva elegidos en el congreso extraordinario, además de deber su nombramiento a una decisión personal de González, estaban alineados ideológicamente en sus mismas posiciones.
El segundo objetivo, disponer de un partido disciplinado, no resultó particularmente arduo, pues el congreso extraordinario se convocaría de acuerdo con los otros estatutos. En efecto, mientras se discutía sobre la identidad marxista del PSOE, Alfonso Guerra lograba que el 28º congreso aprobara una reforma de estatutos que además de prohibir las tendencias organizadas y las corrientes de opinión cambiaba el sistema de representación de manera que en adelante, suprimido el derecho de voto por agrupaciones locales, las provinciales enviarían una delegación única con un único voto. El sistema indirecto de elección y el voto único por delegación dejaba en manos de una minoría, fácilmente controlada por los organismos ejecutivos centrales, la aprobación de las resoluciones y la elección de la ejecutiva. Aparte de incrementar el peso de la delegación andaluza, este sistema reforzó el poder de la ejecutiva y el control de los órganos centrales sobre el conjunto del partido.
Pero tan urgente como disponer de una ejecutiva homogénea y liquidar la efervescencia asamblearia de los congresos era acelerar el proceso de maduración ideológica del partido. Para explicar lo que pretendía en este terreno, Felipe González recurrió a una metáfora muy elocuente, que acaso suene hoy políticamente incorrecta, pero que refleja bien el humor de la época. Quienes no saben de cosas del campo -decía González- desconocen que los agricultores, cuando quieren que las brevas maduren en poco tiempo, les aplican un poco de aceite en el culo. Pues bien, "este partido no tiene más remedio que le den un poco de aceite en el culo y reducir su proceso de maduración a unos meses". La idea era que el PSOE debía madurar para asumir una doble función en la política y la sociedad españolas. La primera, ya conocida, consistía en ofrecer "una alternativa de cambio"; la segunda, más novedosa, le exigía convertirse en "un referente que inspire seguridad a los ciudadanos". Cambio y seguridad: tales eran las dos sustancias que González se propuso mezclar para obtener el aceite de la madurez.
La mezcla se realizaría por medio de "una síntesis de la diversidad ideológica, sectorial y territorial". En el PSOE tenían que caber desde quienes mantenían un "marxismo riguroso" hasta quienes llegaban al socialismo por un compromiso de raíz cristiana o por "posiciones antropológicas" como, por ejemplo, los ecologistas, los humanistas y hasta los krausistas, rara ave que se diría en extinción. Ideológicamente, el PSOE no se definiría, pues, en adelante por específicas "señas de identidad", sino por este ofrecerse como lugar de encuentro y como síntesis de una amplia diversidad de ideologías en la que cabía un poco de todo. El bloque de clases bajo la hegemonía obrera y la lucha por el socialismo fue sustituido por un conglomerado ideológico destinado a llevar la tranquilidad a las clases medias urbanas con objeto de consolidar la democracia.
Pues la batalla sobre el marxismo reafirmó la percepción que los socialistas comenzaban a difundir de sí mismos como partido destinado a salvar la democracia. Esta insistencia guardaba, desde luego, una estrecha relación con la permanente crisis en que se sumió el partido del Gobierno inmediatamente después de su segundo triunfo electoral. Fue así como volvió a penetrar suavemente en la nueva generación socialista una convicción con muy hondas raíces en el socialismo español: la definición de la tarea inmediata como una sustitución de la burguesía y de sus representantes políticos, incapaces de consolidar un sistema político democrático. A partir de este momento, mientras caía en el olvido la retórica de transición al socialismo con todas sus etapas, se impuso una concepción del PSOE como partido "vertebrador" de España sobre cuyas espaldas recaería la tarea de "racionalizar" la economía y "modernizar" la sociedad.
Lo que estaba en juego con el abandono del marxismo era, en resumen, mucho más que una disputa ideológica. Se trataba de preparar al PSOE para ocupar en el sistema político una posición que nadie pudiera percibir como amenaza de cambio de sociedad. Esa nueva meta exigía una definición del partido muy diferente a la establecida en 1976 y una distinta percepción de sus objetivos prioritarios y de sus políticas de alianzas. Fue a través de este combate aparentemente ideológico como se llegó a la nueva definición del PSOE como partido del cambio y de la seguridad; partido de síntesis ideológica, sectorial y territorial; partido llamado a consolidar la democracia y vertebrar España; partido que no amenazaba con un cambio de modelo de sociedad; partido que sin necesidad de alianzas, sin conjurar los fantasmas del Frente Popular, se constituía por sí mismo en alternativa de poder. Todo eso era lo que definía a un partido maduro, y todas ésas fueron las razones que impulsaron a Felipe González a suprimir de la identidad socialista la seña de marxista.
Había además otra razón: al borrar la identidad marxista, Felipe González liquidaba toda oposición interna y reafirmaba decisivamente su poder personal en el partido. Y ése fue, desde el punto de vista orgánico, el resultado más notable del congreso extraordinario. Por supuesto, obligados a optar entre Marx y González, los nuevos delegados no dudaron en inclinarse por González: el PSOE dejó de definirse como marxista a propuesta del mismo grupo sevillano que había esgrimido el marxismo como bandera de todas sus luchas anteriores. Pero al ocurrir este acontecimiento, todos los que antes habían defendido la identidad marxista quedaron excluidos o se excluyeron voluntariamente de la nueva dirección. Al mismo tiempo, los que nunca se habían definido como marxistas -y los que se arrepintieron de haberlo sido algún día- prorrumpieron en gritos de alborozo, aupando así con entusiasmo al auténtico vencedor. Para Felipe González fue contar con una Comisión Ejecutiva homogéneamente socialdemócrata y un partido disciplinado, sin fisuras.
(De izquierda a derecha: Nicolás Redondo, diputado y secretario general de UGT (entonces), Enrique Múgica y Felipe González en mayo de 1979).
Así, al finalizar el congreso, Felipe González, que recuperaba la tradicional denominación de secretario general, podía sentirse satisfecho. La sabiduría campesina había mostrado su eficacia y el aceite había conseguido el resultado apetecido: el PSOE había madurado. Todo estaba listo para que un partido que había superado su complejo de inferioridad respecto a los comunistas, resuelto la dispersión y atomización de la familia socialista, conquistado a más de cinco millones de votantes y establecido una sólida homogeneidad interna y un liderazgo indiscutido, alcanzara con la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados su nueva meta de consolidar la democracia.
Por: Santos Juliá
Renunció al marxismo y a todo lo demás, hoy es un partido ideológicamente difícil de definir (casi con crisis de identidad) y González un millonario de turbio pasado.
Publicado por: Sony | 02/25/2021 en 08:35 a.m.
¿Qué sabía Juan Carlos I del 23F antes de que ocurriese?, ¿Quién era la X de los GAL?, país de secretos construido con mentiras, intereses y silencios.
Publicado por: Sony | 02/25/2021 en 06:04 p.m.
Cada día está más claro que se cometa la barbaridad que se cometa en España, seguirán diciéndonos de manera machacona y propagandística, que España es una gran democracia, da igual que ya nadie les crea dentro o fuera del país, ellos seguirán diciéndolo siempre, aunque sea negando lo evidente.
Publicado por: Sony | 02/25/2021 en 06:52 p.m.