A medida que se va aclarando más y más el concepto de libertad, va desapareciendo la libertad del hombre, y hoy, a fuerza de cantar los derechos humanos, de concretarlos aprobarlos y aplaudirlos en magnas asambleas lo mejor que puede decirse del hombre es que es un pobre hombre.
Desde hace muchos siglos, desde que empezó a brillar la primera civilización, se ha glorificado al hombre, que se distinguía de los demás animales en que caminaba sobre dos pies y, principalmente, en que tenía una lucecita dentro de la cabeza.
Dejando aparte las primeras civilizaciones, los filósofos de la Grecia antigua, especulando con ideas abstractas, elevaron la dignidad humana al más alto grado, mientras ellos y los atenienses que los rodeaban vivían a cuenta de los esclavos. Terminado el ciclo ático le toca su turno al romano, que se empeña en crear y expandir por el mundo conocido un derecho, en tanto que los que lo fijan en leyes viven a costa de los esclavos y someten a los pueblos por la espada. Llegó entonces el cristianismo, cuya doctrina fue la que, de una vez por todas y con la mayor claridad, definió lo que era el hombre y cuáles eran sus derechos inalienables, derivados de su esencia divina; entre ellos el derecho a la libertad, que Dios mismo nunca quiso abolir. En cambio, hombrecillos de tres al cuarto, y muchas veces nada menos que en nombre de Dios, lo abolían y dejaban al hombre a la intemperie y sin el menor amparo.
Pero refiriéndonos únicamente a la época moderna, ¿Qué no dijeron los enciclopedistas y sus coros acerca de la libertad y los demás derechos del hombre? Y vinieron declaraciones pomposas, y libros, y discursos, que fijaron con toda precisión esos derechos. Y todo el siglo XIX no fue otra cosa que un canto a la libertad. Claro que, mientras tanto, aparecían las máquinas, los pequeños burgueses fueron superados por los grandes capitalistas; las masas trabajadoras eran explotadas como no lo fueron nunca los bueyes, los renos y los cebús; pero los conceptos ¡ah, los conceptos! eran más nítidos que lo habían sido nunca.
Hasta que llegó este desgraciado siglo XX. Parecía que Europa, la vieja Europa, por el grado a que había llegado su civilización, tenía que ser la guardadora y defensora de esos derechos, con los que habían hecho juegos malabares las filósofos de todos los tiempos, y a los cuales derechos sólo el cristianismo dio jerarquía espiritual; pero ocurrió precisamente todo lo contrario: fue en Europa donde se les asestaron los golpes más terribles, y hace muy pocos años estuvieron a punto de morir. Se salvaron en última instancia, pero no en la realidad viva de las cosas, sino, como tantas veces anteriormente, en la letra escrita y en la palabra hablada. En la realidad viva, el hombre, hoy, en vastísimas extensiones del mundo, no es otra cosa que un pobre hombre sopapeado por todos los temporales, traído y llevado de aquí para allá, despojado de sus medios de vida y abandonado a su suerte, cuando no atropellado brutalmente, encerrado o muerto. Hoy son millones y millones los hombres cuya única profesión real es la de desterrados.
Hasta hace poco todavía, los desterrados eran hombres aislados, poetas, escritores, políticos y quizás el grupo más numeroso haya sido el del "May Flower"; hoy se cuentan por millones y deambulan por los caminos del mundo acariciando siempre la idea de volver a su patria. Esa esperanza es lo único que los sostiene, lo único que les da una ilusión, la última Ilusión. Pero a muchos les sorprende la muerte en el camino que van recorriendo, haciéndoles con ello, quizás, el mejor servicio.
De los que viven, aquellos que dejaron su patria siendo niños, de la mano de sus padres, se hacen a los nuevos paisajes, estudian, trabajan y van enderezando sus vidas. Los otros, los que salieron de mayores, con una mentalidad y un espíritu definitivamente formado, son los eternos desterrados, los desarraigados, que ríen de cuando en cuando, pero que llevan en lo más íntimo de su alma una tristeza incurable y en su mente una idea dolorida de lo que son en la realidad de sus vidas esos derechos que nunca han dejado de ser cantados desde que, hace siglos y siglos, brilló la primera civilización. Y así, esos hombres, esos millones y millones de seres que deambulan inciertos por todos los caminos del mundo, no son otra cosa que pobres hombres encorvados y sopapeados por todos los temporales.
Y otros millones y millones de hombres, que todavía viven en su paisaje nativo, con sus familias y con sus trabajos no se atreven ni siquiera a construir su hogar definitivo porque saben que cualquier día tendrán que abandonarlo y lanzarse a su vez a correr caminos desconocidos llevando de la mano a sus mujeres y a sus hijos, y a cuestas su desamparo.
(15 Noviembre, 1950)
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