El amigo Pepe Basilico, "gonflé a bloc” de bondad y de simpatía por todo lo vasco, se preguntaba en su carta aparecida en nuestro último "Euzko Deya" que por qué no lanzo a la calle un libro, cuya publicación le anuncié hace algún tiempo.
En esto de los libros, querido Basilico, hay tres etapas, que son: escribir el libro, editarlo y venderlo. Lo más fácil es escribirlo; eso lo hace cualquiera, como se ha demostrado en mil ocasiones. Lo segundo, lo de editarlo ya es mucho más difícil, a no ser que uno sea algo platudo, siquiera un poco platudito; nosotros, los "patos', no podemos hacerlo por la sencilla razón de que el editor, antes de leer el original, sin molestarse en averiguar si se trata de algo genial o de una paparrucha, mide las cuartillas, hace números, calcula el costo del papel, de la composición, de la impresión, de las tapas, etc.. etc, y deposita luego en el oído del escritor una cifra en miles de pesos. Generalmente, allí terminan las andanzas del escritor que recoge sus cuartillas, se vuelve a su casa, las ata con un piolín, deja el paquete en el fondo de un armario, y se acabó el cuento.
Pero a veces ocurre –y esto es lo que me ha ocurrido a mí— que un amigo se entera del caso y creyendo que uno es un hombre inteligente, que habrá escrito algo interesante, le dice a uno, sin haber leído ni la más mínima cuartilla, como suele decir Tatin:
—Yo pongo la plata.
Entonces se vuelve a la imprenta con las cuartillas y con los pesos y toda la máquina comienza a funcionar. Esto es lo que he hecho yo, y mi hijo, que se titulará “Las horas joviales” está ya cociéndose en el horno. He corregido las primeras pruebas; corregiré otra vez la composición en páginas, y un buen día una camioneta parará en la puerta de mi casa y dejará en el portal los mil ejemplares de la edición.
Y aquí viene lo verdaderamente terrible. ¿Qué hago yo con esos mil libros? ¿A quién se los vendo? Si, ya sé que uno me va a comprar Basilico, y otro me comprará Segurola, y Timo me comprará otro, y Eguia, para cuando no piquen los pejerreyes... ¿Y los novecientos noventa y seis restantes? Es decir, no tantos. Porque uno tiene amigos a quienes debe muchas atenciones y servicios, y lo menos que uno puede hacer es demostrarles que no se les olvida, que tenemos para ellos no sólo amistad, sino también agradecimiento; y se les envía un ejemplar, con su dedicatoria Pero, por mucho que uno se estire, esos libros dedicados no llegarán a treinta. ¿Y el resto?
¡Ay, amigo Basilico! El resto, vender el resto hace sudar mucho más, infinitamente más que escribir el libro. Cobrar por pan, por carne, por vino, por otras muchas cosas, es relativamente fácil, pero cobrar por cuartillas escritas, eso ya es otro cantar. Nosotros, cuando cobramos, cobramos por día de trabajo algo menos que un peón y bastante menos que un basurero, sin que esto quiera decir que nuestro trabajo valga más que el del basurero o el del peón; probablemente, no vale tanto; pero es que generalmente no cobramos nada. Ya les he referido en otra ocasión, creo, aquello, del señor tan simpático que me dijo un día:
—¡Ah, si yo tuviera la pluma de usted!
—Pues se quedaría usted tan flaco como yo— le contesté.
Pero, en fin, pase lo que pase, la cosa ya no tiene remedio; el libro está en marcha y dentro de poco estará hecho. No se trata, como podría suponerse, de un libro polémico; nada de eso. Se recogen en él observaciones intrascendentes, que a veces pretenden tener algún 'humour", pero que casi siempre dejan un regusto de melancolía. Y es que los pretendidos escritores humanistas son unos hombres tristísimos, que para poder seguir navegando en la vida, compensan las pérdidas de su tristeza escribiendo cosas que quieren ser amenas, graciosas, jocundas, joviales, reideras; pero él, el escritor, es triste como un sombrero de paja negro.
El caso es que tengo entre pecho y espalda una terrible preocupación: la de si podré devolver a mi amigo la plata que me ha prestado para editar el libro. Siempre me ha molestado el dinero y por eso me he apresurado, durante toda mi vida, a xxxxx xxxxx xxxx céntimo, de lo que he ganado con mi trabajo; pero si el dinero mío me molesta, el ajeno me quema los dedos. Creo absolutamente imposible que a mí me den el timo del legado. No porque yo sea más vivo que los tantos y tantos tontos que se dejan timar por ese procedimiento, sino porque de ninguna manera estaría dispuesto a guardar dinero ajeno. Y si alguna vez me timan por ese sistema, sacándome unos pocos pesos por los muchos que ellos, los timadores, me ofrecen en un sobre bien cerrado, mi alma se sentirá dichosa y yo respiraré a mis anchas al abrir el sobre y ver que allí no hay más que recortes de diarios. Y con ese temperamento, aquí me tiene usted que cuando llegué a Buenos Aires, hace ocho años largos, tenía en el bolsillo siete dólares, y ahora no tengo un centavo. Esa es la América que he hecho yo. Pero puedo asegurarle que a cambio de mi impecunia, duermo como un angelito rubio.
Es decir, dormía. Ahora, esto del libro me tiene hondamente preocupado. Espero, amigo Basilico, que contribuirá usted a despreocuparme comprándome un ejemplar. Un abrazo.
(30 de Octubre, 1950)
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