(TELLAGORRI Nº 112)
Hacen bien "los amigos de la calle Florida" en cuidar el rango, la elegancia y el recato de esta calle de Buenos Aires que es el más delicado y fino exponente de la ciudad en sus aspectos urbano, temperamental, comercial y artístico.
Tiene más sangre y más noche la calle Corrientes; más aroma de café y más barullo de conversaciones en voz alta la Avenida de Mayo; más aire cosmopolita la de Santa Fe, que a la luz de algunos atardeceres suele recordarme ciertas avenidas parisinas; más ruido la de Leandro Alem, conocida por "el bajo", llena de bares, boîtes y cabarets para marinos y gentes de rompe y rasga, dónde el vicio barato se regodea entre bebidas falsificadas, amores falsificados, broncas, botellazos y a veces tiros y puñaladas; más amplitudes y más sol la gran avenida del 9 de Julio, que es la calle más ancha del mundo; más Bancos la de Bartolomé Mitre; pero ninguna tiene el encanto de la calle Florida. Yo no pertenezco a esa extraña sociedad que se titula "Los amigos de la calle Florida", pero soy, desde luego, un íntimo amigo de ella y raro es el día que no la paseo despaciosamente de punta a punta, recorriendo todo su kilómetro de asfalto, viendo gentes y escaparates.
En varías ciudades he visto calles que tienen idéntica misión urbana que la calle Florida; calles en las que, de año en año, ha ido concentrándose todo el comercio de lujo; calles de dimensiones modestas, pero por eso mismo más íntimas; calles donde, a una u otra hora del día, se encuentra casi todo e! vecindario y que, llegada la noche, duermen, como sus asiduos. Os hablaría ahora del Faubourg Saint-Honoré, de París; o de la Avenida de Río Branco, en Río de Janeiro; o de la de Saint-Férreol, en Marsella; o de la de San Rafael, en La Habana; pero por referirme únicamente a lo que todos los vascos conocemos, os diré que la calle Florida de Buenos Aires es hermana de la del Correo, de Bilbao, tal como nosotros la dejamos; o de la de Dato, en Vitoria; o la de Garibay, en San Sebastián; o la de Víctor Hugo, en Bayona; calles donde se ven los mejores comercios, los más ricos escaparates, las chicas más bonitas, las señoras mejor vestidas, los muchachos más enamoradizos y los lechuguinos más a la moda.
Para nosotros, los extranjeros, la calle Florida es un oasis en el ajetreado asfalto de la ciudad; algo donde el espíritu se siente más cómodo, más a gusto. Yo diría que tal vez le falte a la calle Florida, para que haya en ella una alegre nota de colores naturales y para rendir homenaje a su nombre, una vieja casa superviviente de la época colonial; una vieja casa un poco retirada de la alineación de la calle, con su pequeño jardín frontero, con su viejo árbol (un ceibo de hermosas flores rojas o un aromo con sus florecillas de color amarillo o lila) y con una cerca vestida de musgo y por sobre cuyas bardas colgasen hacia la calle, al llegar la primavera, flores, muchas flores; quizás eso, una verde enredadera y muchas flores de color violeta, amarillo, azul, blanco, rosa, rojo, sin que falten las del Jacaranda, cayendo hacia los paseantes, pondría en la calle Florida una pincelada amable, risueña, para completar sus atractivos.
Para los porteños, esta calle es... Un día me encontraba yo, con varios porteños, en medio de un duro paisaje de la provincia de Jujüy, metidos en un bosque tan espeso que ni el sol lo penetraba, rodeados de selva quieta, sin hablarnos, para no manchar aquel silencio con nuestras voces. Seguimos luego caminando por vericuetos imposibles a lomos de pingos baqueanos, y al Cabo de una larga hora salimos de la espesura y volvimos a ver el cielo y el sol; y frente a nosotros, la mole imponente del Chañi. El panorama era de una severa y dura belleza.
Sí, sí exclamó un porteño abriendo los brazos y dejándoles caer luego—; ésto es, si queréis, majestuoso, pero ¿qué hago yo sin mi calle Florida?
Comprendí muy bien su tristeza. ¿Qué hace un porteño sin su calle Florida, sin su geometría, sin su intimidad, sin su alma, sin sus gentes?
Nosotros, los extranjeros, no podemos sentir la emoción de los recuerdos, pero podemos, aun sin ello, gozar de la calle Florida. Cuando vemos en los escaparates esos preciosos inútiles objetos de fantasía que son los potiches y las tanagras, joyas de la artesanía; o esas otras mil figurillas de bronce, de marfil, de terracota, de porcelana, de cristal, de alabastro; o en sus librerías, tan ricas, todos los frutos mejores del pensamiento humano; o en sus tiendas de modas los más audaces y graciosos vestidos de mujer; o en sus galerías de arte los lienzos de los más atrevidos pintores modernos, criollos, brasileños, italianos, franceses, holandeses, noruegos, o de los de hace unos años, los Manet, los Corot, los Renoir, los Van Gogh, los Cézanne, o los clásicos; cuando vemos las viejas estampas iluminadas de las ciudades y aldeas de Europa, con paisajes románticos y con hombres y mujeres vestidos con aquellos trajes tan elegantes, ricos y vistosos de los siglos XVII y XVIII; cuando, vueltos a la calle, vemos pasar, en contraste con aquellas cosas pasadas y muertas, las muchachas porteñas vivas y presentes, tan bien vestidas, tan graciosas y tan preciosas; o el "pajarón" que cuida escrupulosamente su atuendo; o la señora de gran porte, que va de tiendas con su hija casadera; o las espigadas inglesas, las bien nutridas alemanas, las escandinavas de piel blanca y cabellos de estopa, las gráciles francesitas, las morenas brasileñas; o los embajadores, que van por Florida camino de la Casa Rosada a presentar sus credenciales, luciendo sus uniformes bordados en oro, serios en el coche abierto tirado por un tronco brioso, escoltados por el brillante escuadrón de granaderos, jinetes tiesos sobre caballos que saben lo que es un trote marcial y parejo; y cuando, después de haber comprado algún libro de Kilke, de Whitman o de Villon, del pérfido y exquisito Villon, nos sentamos en un banco verde de la Plaza de San Martín, bajo las tipas frondosas, para leer unos pocos versos, los ojos se nos vuelven a la calle Florida, por la que pasan a diario todos los porteños y todos los turistas que llegan a Buenos Aires, y de la que tan grato recuerdo llevaremos a nuestras tierras todos los que nos hemos paseado tantas y tantas veces por ella.
Podría contaros muchas cosas de la calle Florida, porque de ella han escrito largo y tendido los porteños de antes y los de ahora, pero no me gusta documentarme; me gusta escribir sin más colaboradores que un lápiz y un block; les tengo poca simpatía a las bibliotecas y a los archivos; no tengo la menor afición al estudio; me resulta, sobre todo, un poco absurdo eso de bajar librotes y papeles viejos de los estantes para escribir de cosas presentes. Que cada cual escriba sobre lo que ve, con los materiales que le ofrece la contemplación y observación de los hombres y de las cosas que tiene ante sí; todo saldrá mejor y la historia merecerá mayor crédito.
He aludido antes a los "pajarones" que se ven por la calle Florida; pero bien, ¿qué es un "pajarón"? ¿A qué personas se les da este calificativo, amablemente burlón? Porque yo he preguntado al "lustra" y al mozo del cafetín de la esquina, grandes amigos míos, y he preguntado a la mucama de enfrente y al canillita de los periódicos, a los pibes del barrio y al portero del cine; y, todos me han dado, entre sonrisas y entre "vea, amigo", unas contestaciones ambiguas, inconcretas y diferentes.
Una vez, estando varios pibes jugando a canicas en la calle, oí que uno le gritaba a otro: "¡Salí, pajarón!", y la "negra" que sirve de criada en el piso de arriba le dijo un día al mozo de la tienda de ultramarinos, empeñado en llevarla a un bailongo: "¡Buen pajarón sos vos!"; y como un señor le confesase a un amigo en el café: "Che, tengo una fijota para Palermo; me la dio el ñato Ramírez", le contestó el otro: "No llevés el apunte al ñato, che, que es un pajarón"; y un muchacho oficinista que viajaba en el "subte" le decía a una chica que debía de ser su novia: "Le hablé al "tronpa" del aumento de sueldo, pero se hizo el burro; es un "pajaronazo".
Por eso digo: ¿qué es un "pajarón"? Yo creo que no es nada de eso; lo que ocurre es que, por extensión, se aplica ese mote simpático a todo el que, de una u otra forma, acusa detalles de picardía. Pero el "pajarón" auténtico es cualquiera de esos muchachos de entre sesenta y setenta años que pasean por Florida, entre Corrientes y la Plaza de San Martín, al filo del mediodía o cuando empiezan a perder brillo las luces de la tarde, pomposos como yates de lujo, barnizado el casco y en su arboladura de gran porte, al viento su velamen completo.
Miradlo; ahí va el "pajarón" por el centro de la calle Florida, fijándose con seria y grave insistencia en todas las buenas mozas que pasan. Miradlo y admirarlo, con su traje azul marino, inmaculado y de corte irreprochable, recta como filo de espada la línea del pantalón, ajustada perfectamente al busto la chaqueta cruzada, colgando del bolsillo alto un perfumado pañuelo de color, abombada su corbata de seda natural en la que ha clavado un alfiler de precio, recién afeitada su cara, cubierta su cabeza con el mejor sombrero gris, brillantes como espejos los zapatos rojos, en una mano el bastón de junco y en la otra los guantes crema, y tumbago de oro en el meñique. Miradlo cómo, con qué elegancia y señorío camina; cómo, sin hacer una mueca, sin decir una palabra, clava su vista en las mocitas de cintura de avispa y de temblores pectorales bajo la blusa; o en las macizas de carnes más abundantes; o en las cuarentonas de gran lujo fisiológico, espléndidas en su madurez de otoño; mirad al "pajarón", con qué majestad distribuye su atención entre todas las que merecen la pena.
Por eso le dicen "pajarón"; porque lo creen un pícaro redomado, un Don Juan interminable y sin la menor capacidad para el arrepentimiento, un mujeriego, un viejo verde. Pero, no; el "pajarón", ese "pajarón" pomposo y brillante que exhibe su eterna juventud por la calle Florida no es nada de eso; y quien mejor lo sabe es su bondadosa señora, que le permite, encantada, ese juego inocente; el "pajarón" es total y absolutamente inofensivo, lo mismo para afuera que para adentro; ni dirá nunca nada a una mujer, ni se recreará, a la vista de un encanto femenino, en reprobables fiestas de imaginación; el "pajarón" es ahora tan inoperante y honesto como lo fué en su juventud auténtica, cuando tenía veinticinco años. Entonces fué lo que es ahora y seguirá siendo: un tímido silencioso y frenado; entonces, a los veinticinco años, sólo quiso ser un muchacho elegante y vistoso; ahora, cuando está entre los sesenta y setenta, sólo quiere ser un muchacho vistoso y elegante.
No esperéis de él aventuras galantes, ni escandalosas ni recatadas; no pretendáis verlo en las primeras filas de butacas del "Maipo” atento a todos los movimientos de las bailarinas: el "pajarón" se retira a casa en cuanto cae la noche, relata amablemente a su señora lo que se comenta por el "Jockey", lee el diario vespertino, toma un poco de fruta y un vasito de leche y se acuesta.
No; el "pajarón" no es un disoluto, sino un hombre que lo único que pide a las gentes, especialmente a las mujeres, es que sigan teniéndolo por joven, que es lo que de verdad quiere ser y cree que es. Tanto, que cuando se sienta morir, cuando esté en su lecho y sienta que su vida se acaba definitivamente; poco antes de entregar su alma, pellizcará suavemente, muy cariñosamente, en una nalga a la exuberante y sonrosada enfermera que lo cuida. No por nada, naturalmente, sino para que todos los presentes vean y sepan que muere en plena juventud, no sabe porqué; por alguna equivocación de Dios, seguramente.
¡Simpático "pajarón", ornato de la ciudad, gala de la calle Florida, escaparate caminante de eterno optimismo, de elegancia perenne y de juventud imperecedera, tú nos animas a todos a seguir viviendo con alguna ilusión!
Buenos Aires. (Enero, 1949)
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