TELLAGORRI (Nº 134)
Hace dos años o quizás más, Manu Sota me envió desde Nueva York, donde residía, el original de un libro titulado "Yanqui Hirsutus”, pidiéndome que lo leyera, que le diese mi opinión y que si me parecía bien, lo hiciese editar aquí, en Buenos Aires.
Bien; leí el libro, le escribí a Manu diciéndole que era muy bueno lo que había hecho y me presenté en una editorial porteña: hablé con el gerente, que me recibió con la mayor amabilidad, me dijo que no nos conocía ni a mí ni a Mana Sota, metió en un cajón de su mesa el original, me despidió con frases muy corteses y chau: ni Manu ni yo volvimos a hacer nada por el libro Sin embargo, el milagro se ha dado: paseando hace unos días por las calles de Buenos Aires vi en el escaparate, de una librería un libro que se titulaba “Yanqui hirsutus" del cual, según rezaba en la carátula, era autor Manuel de la Sota aunque me habría parecido mucho mejor poner allí también Manu Sota, como siempre ¿Y a qué se debió el milagro? ¿Cómo llegó a publicarse un libro escrito por un hombre tan indolente como Manu y cuya suerte se dejó en manos de otro hombre tan escasamente dinámico como yo? Pues, sencillamente, porque se trata de un libro muy bueno.
Manu Sota ha escrito el libro con su mentalidad vasca expresada en castellano. Pese a ello, Manu, sirviéndose de un léxico escueto, que no puede tener los ringorrangos retóricos del castellano que escribe en castellano, ha llenado las cuartillas con un lenguaje que tiene toda la elegancia y el estilo suelto y alegre de quien, poseyendo una bien cultivada inteligencia, escribe en mangas de camisa. Así, el libro no tiene el estilo barroco y altisonante de los libros de Ricardo León pongo por caso, pero es mucho mejor que todos ellos.
En uno de los capítulos, Manu nos relata una charla que tuvo en Biarritz con varias señoras norteamericanas que, naturalmente, eran multimillonarias. Y como Manu cenaba con ellas en aquella ocasión y en aquel lujoso comedor, invitado por un yanqui amigo de todos, creyeron que también él pertenecía al corro áureo.
—Usted, claro, será también millonario —le dijo con esa impertinencia que tienen los niños y las señoras de cierta edad, "cierta edad" se llama en las señoras a la comprendida entre los cincuenta y los setenta: antes son jóvenes: después respetables, una de las sobrinas de Sam.
—No, señora: lo fui, pero ahora no tengo un centavo.
La señora norteamericana, desde aquel momento, no tuvo el menor interés en seguir hablando con Manu. Aquella zángana que en su juventud fue dependienta de un bar en Nueva York y en su otoño rugoso y albañilado, era millonaria y no podía de ningún modo alternar con un señor que había sido millonario, si, pero ya no lo era. ¿Qué es, por qué no se esconde o por qué no se pega un buen tiro todo caballero que no es millonario? Ella no lo comprendería nunca.
En fin el caso es que Manu Sota, en su primera y aun en su segunda juventud fué millonario y tenía tanto dinero para gastar como aire para respirar; pero de la loche para la mañana, la veleta cambió de rumbo: un ejército que se subleva tiros, cañonazos, bombas, destierro, y Manu que se encuentra en Nueva York sin dinero ni para cigarrillos y durmiendo en la oficina donde trabaja. ¿Y qué pasó, qué le ocurrió al espíritu y a la mentalidad de Manu con ese ramalazo? Pues, como diría mi buen amigo Rufino “Nada, no pasó absolutamente nada, ni tenía por qué pasar nada".
A un hombre vulgar, el percance le habría dejado aplanado, triste, sombrío y viejo. Pero Manu siguió viviendo con el mismo espíritu de siempre: con optimismo, con la sonrisa al viento, con su mentalidad tan alegre y despierta como antes, con unas corbatas de 0,95 que se las ponía con la misma ilusión que en tiempos mejores las de seda natural, y con unas camisas infinitamente más baratas que las de pre-sublevación, pero del mismo color amarillo canario verde Van Gogh o rojo sangre de toro. Y es que un humorista auténtico, de verdad, como es Manu, no pierde su "humour" por millones más o menos,
—¿No tengo ahora dinero para comprar libros? Bien pues me dedicaré a escribirlos, que es más bonito.
Y así escribió este “Yanqui Hirsutus", en el cual se da una impresión de cómo son los norteamericanos, a quienes admira, no como hombres de negocios, de comprar y vender, sino como ingenuos, infantiles y humoristas también en cierto modo, excéntricos y extravagantes. ¡Aquella pintura que nos hace Manu de un grupo de norteamericanos que van a París a gastarse alegremente unos cuantos miles de dólares, con una colección de corbatas que habrán de servirles para causar la mejor impresión en las muchachas de los cabarets parisinos!. Unas corbatas en las que se ven mariposas, lechugas, casitas de campo con sus gallinas, caballos al galope, atletas corriendo los 110 metros vallas...
Es posible que yo no admire tanto como Manu a los norteamericanos porque creo que este atontamiento casi general que padece el mundo se debe en su mayor parte al cine de Hollywood, o porque no he conocido más que a norteamericanos que son hombres de negocios, y Sombart tiene dicho algo sobre eso: Sombart divide a los hombres, no en civilizados y salvajes, clasificación que estaría sujeta a muchos errores, ni en blancos, negros, amarillos y cobrizos, sino en "eróticos" y en "comerciantes", es decir, en hombres que son capaces de amar a las personas, a los pájaros, a las flores, a las sinfonías de Beethoven y a todo el resto, y en hombres que son incapaces de amar a nada que no sea dinero. Claro que esto no puede aceptarse en términos absolutos, pues conozco a comerciantes tan enamoradizos como una calandria, pero probablemente se trata de comerciantes que lo son por equivocación. De cualquier forma, esa es la idea que yo tenía de las norteamericanos: hombres de negocios y con eso está dicho todo: pero Manu en su “Yanqui Hirsutus" nos muestra ejemplares de bien distinta índole que mueven a gran simpatía.
En resumen, lector: compra y lee "Yanqui Hirsutus" obra de gran enjundia literaria, humorista inteligente y llena de muy agudas observaciones. Pero cómprelo ¿eh? No lo pida prestado que ya hemos quedado en que su autor "es pato", como se dice por el asfalto de Buenos Aires.
Euzko Deya de Buenos Aires (10.07.1949)
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