Viernes 3 de noviembre de 2023
Jose Mari Esparza Zabalegi, prólogo del libro España, ¡Qué país, Mikelarena!
Iñaki Anasagasti es de sobra conocido como político. Sin embargo, en este libro sorprende por su propuesta de un consenso mínimo entre todos los vascos que desean una Euskal Herria soberana frente al montaje español. De consensos y puentes también habla Jose Mari Esparza en el prólogo del libro, que os ofrecemos a continuación.
Dicen algunos manuales de la izquierda, sobre todo los españoles, que todas las derechas son iguales y que sirven a los mismos objetivos del gran capital. Yo eso lo creía firmemente en 1969, siendo obrero industrial en Victorio Luzuriaga, cuando militaba ardoroso en pro de la revolución, arremolinado sobre todo en torno a aquel huracán que produjo ETA y sus aledaños. Huelgas por motivos laborales o políticos, daba lo mismo, pues todo llevaría al fin del franquismo primero, a la independencia de Euzkadi (como decíamos entonces) después, y finalmente a la abolición del capitalismo y al socialismo.
Para nosotros, Victorio Luzuriaga era un chupasangre, un ladrón de plusvalías y tanto nos importaba su origen vasco como el del duque de Alba. Eran lo mismo, los mismos. Entonces sabíamos poco, casi nada, de lo que son las burguesías nacionales en los procesos de liberación, como tampoco sabíamos de la duración eterna del amianto que se nos metía por los pulmones y que nos iba a reaparecer los últimos años de nuestra confiada existencia. Tampoco sabíamos de la historia de nuestro propio país, su idiosincrasia igualitarista, su tradición comunal, su atavismo democrático, su individualidad colectivista… ¡Sabíamos tan poco!
Para las izquierdas españolas y vascoespañolas el abertzalismo era un complejo pequeñoburgués, que frenaba la unidad de todos los proletarios del Estado español en contra del enemigo de clase común. Por eso, entre aquellos ardores obreristas surgían nuestras contradicciones. Entonces no podía entender que, además de las reuniones clandestinas, acudiera a otras –poco menos clandestinas, todo sea dicho– para impulsar el embrión de ikastola de Tafalla, y allí coincidiera con el director de mi fábrica, del PNV sin duda, que hablaba vascuence mucho mejor que yo y andaba embarcado en la misma filantropía. Aunque Lenin explicaba por algún sitio esos contubernios con la burguesía nacional, se hacía raro redactar panfletos contra la dirección de la fábrica y después redactar otros junto a la misma dirección, demandando derechos para la ikastola.
La solución al dilema me vino al poco tiempo. En 1976, la policía mató en Hondarribia a un compañero de CCOO, Jesús Mari Zabala. La huelga estalló en las cuatro provincias y la policía entró disparando fuego real en la factoría Luzuriaga de Pasai Antxo, causando varios heridos. Entonces ocurrió algo que solo puede ocurrir en el país de los vascos: Francisco Luzuriaga, patrón de 4000 obreros, ni se amilanó, ni mucho menos justificó a la policía: reunió a los más importantes empresarios guipuzcoanos –Patricio Echeverría, Orbegozo, Ibarra, Estarta y Ezenarro– con miles de obreros cada uno, y se presentaron juntos ante el gobernador civil a protestar por el ataque a “sus obreros”, obreros que, no olvidemos, estaban en huelga. El gobernador español los echó a puntapiés. Fue entonces la propia empresa la que redactó con los empresarios citados un panfleto durísimo de denuncia –en papel couché, eso sí– que nos ofreció a firmar a las CCOO de sus fábricas, todavía ilegales. De nuevo Lenin: ¿qué hacer? Firmar, por supuesto, y regarlo por las calles.
¿Alguien imagina algo similar en cualquier parte del Estado que no sea Euskal Herria o quizás Catalunya? Realmente, ¿todas las derechas son iguales?
A partir de entonces, en muchas charlas que he dado por todo el Estado me he encontrado en ocasiones forzado a defender, en aras de la verdad, al PNV de todas las tonterías que dice de él la progresía española. Tópicos antiguos sobre Sabino Arana, su racismo, el RH y el vaticanismo. O ligeros análisis sobre su corrupción, oportunismo político, clientelismo. Al final, detrás de cada crítica al nacionalismo vasco, sea por la derecha o por la izquierda española, siempre acaba asomando la patita de nuestro opresor.
Por eso siempre acabo contando la anécdota de mi patrón Luzuriaga o citando la participación antifascista de las derechas nacionalistas en la guerra de 1936. Finalmente, acabo haciendo a mi audiencia una pregunta sencilla: que elijan cualquier municipio de España regido por alcaldes del PSOE, Podemos o IU y lo comparen con cualquier ayuntamiento del PNV en gestión, ayudas sociales, protección a los más débiles, igualdad de géneros e incluso pulcritud ética. Se llevarían muchas sorpresas.
No faltan quienes dicen que el comportamiento de esa derecha vasca está condicionado por la existencia de una izquierda abertzale poderosa y un sindicalismo vasco radicalmente consecuente, pero eso es solo parte de la verdad. En nuestro país, la derecha y la izquierda son caras de una misma moneda nacional. Un bascunes en nuestro caso. Derecha e izquierda se complementan hasta cuando se enfrentan, porque uno siempre aprende de su adversario. Es la idiosincrasia de nuestro país el humus que abona un pueblo peculiar del que surge una sociedad diferente. Más social, más igualitaria, más comunal, más respetuosa, más solidaria y con más valores republicanos. Y con menos diferencias sociales, algo constatable en los testimonios de todos los viajeros que nos visitaron a través de los siglos, desde que Aymeric Picaud en su Guía del Peregrino dijo en el siglo XII que los vascos (navarros los llama él) comen todos de la misma cazuela, tanto los señores como los criados.
Pocas personas podemos pensar tan diferente en muchas cosas como Iñaki Anasagasti Olabeaga y Jose Mari Esparza Zabalegi. Él es un sabiniano a ultranza y un fustigador histórico de la izquierda abertzale. Yo soy –dicen– un etarra apologista y he escrito docenas de artículos contra el PNV. Él es un social cristiano y yo soy un comunista ateo (por eso Iñaki siempre me llama “camarada”). Él es de la OTAN tanto como yo deseo su derrota. Él es un enemigo feroz del chavismo y de los procesos de izquierda latinoamericanos, y yo soy un guevarista, editor de todas las revoluciones, pacificas o armadas. Para colmo, aunque haya nacido en el exilio venezolano, Iñaki es un prototipo de jesuita y jauna bilbaíno (“Bilbao, esa villa inmunda de Bizkaia”, escribió Sabino) y yo un jotero navarro, alérgico a San Ignacio.
Y, sin embargo, cuando le leí un breve texto que escribió sobre Madrid como capital de la España expoliadora, centrípeta, sumidero insaciable de toda su periferia, no dudé en proponerle este libro y comprometerme a sugerir su edición a las jóvenes y ardorosas editoras de Txalaparta, que tienen otros códigos y son más reacias a entrar en territorios comanches. Hace años ya le habíamos editado Llámame Telesforo, un precioso diálogo de un joven Anasagasti con un Monzón ya escorado hacia el mundo de ETA, libro que muchos deberían releer. Esta vez, la única condición que nos pusimos fue que debía ser un libro que pudieran leer sin incomodarse demasiado todo tipo de abertzales, aunque con el mordaz Anasagasti no era fácil conseguirlo. Dirigir la artillería, siquiera por una vez, no contra el compatriota de la orilla de enfrente, sino hacia el enemigo común, contra el que nos unen tantos lazos. Y la verdad es que Iñaki tiene arsenal de sobra para hacernos disfrutar cuando apunta al cutre nacionalismo español; a la “Marca España”; al vanidoso ombligo madrileño; al frontón trucado de San Jerónimo, ideado para que nunca puedan ganar los pelotaris vascos; al retrete de su monarquía, donde pocos como Anasagasti han escupido tanto; a los responsables del 23-F; al golpismo innato de sus militares; a la inmunidad de sus corruptos; a la farsa constitucional; a la agresividad de sus obispos; a la obscenidad de sus pesebres; al síndrome de Estocolmo de los Mújica, Juaristi, Sabater, Aznar, Onaindia, Unzueta, Aizpeolea y tanto paniaguado con RH negativo; a Prisa y la bazofia de la mayoría de la prensa española, progre o facha, que Iñaki bautizó para siempre como la “Brunete mediática”… También destacar su reconocimiento a muchos españoles honrados, que no tienen la culpa de haber nacido en esa Sodoma.
Cierto es que Anasagasti es, ante todo, un sabiniano. ¿Y qué? En 1894, Sabino Arana andaba haciendo patria en Castejón, recibiendo a la Diputación Foral que volvía de Madrid de defender los fueros contra Gamazo. “Un hombre solo”, lo definió el tafallés Teodoro Galarza, cuando lo vio con su ikurriña en la estación castejonera. Precioso simbolismo, un republicano navarro y un visionario bizkaitarra cantando juntos el Gernikako Arbola. Un año antes, se había gritado por vez primera en Gernika “¡viva Euskeria independiente!” y Sabino andaba pergeñando un nuevo paradigma político que comenzara a sacar a los vascos del carril de los partidos españoles. Ya bastaba de sublevaciones carlistas, de mendigar los fueros. Independencia y basta. Por eso odian tanto a Sabino, porque su pretendido racismo solo expresaba un feroz antiespañolismo. No dirán lo mismo de él los sudafricanos, a los que apoyó en la guerra de los Boers; o los tagalos de Filipinas; o los portorriqueños y cubanos, que por defender su independencia acabaría en la cárcel. Incluso hay un Sabino antioligarca, enfrentado a los Chavarri (incluso a su futuro seguidor Sota) por su explotación esclavista.
Con todos sus defectos, Sabino Arana fue el fundador de la derecha abertzale, que tiene en su horizonte, mientras no renieguen de él (y Anasagasti no lo hace), en la independencia patria. Con esa bandera participó con fuerza el PNV en los procesos que trajeron el Estatuto Vasco en los años 30, y que nos perdone don Manuel Irujo por no poder extenderlos en el caso de Navarra, que tanto disgusto le acarreó. Con todos sus errores y dudas (¿qué partido no las tuvo?) PNV sufrió con todas las fuerzas republicanas el golpe fascista; peleó en las mismas trincheras; lloró la destrucción de Gernika y acabaron en las cunetas, en la cárcel o echados al exilio, como el propio Anasagasti. ¿Puede decir algo similar la derecha española?
Pero faltaba la otra cara de la moneda vascona. Cierto que ya existía Acción Nacionalista Vasca, y el sindicato ELA llevaba tiempo intentando zafarse de la tutela peneuvista, pero no fue hasta 1958 cuando una cuadrilla de “hombres solos” comenzaron a levantar una nueva organización, euskalduna, laica, socialista, tan pequeña y corajuda como en sus primeros tiempos fueran los bizkaitarras, y que hoy conocemos como izquierda abertzale. A diferencia del PNV, la izquierda abertzale consiguió imponerse también en Nafarroa, completando la cartografía nacional. Basta ver los mapas electorales para ver una Euskal Herria cada vez más abertzale. Ergo, más independentista, más republicana, más euskalduna. Algo hizo bien Sabino Arana, y no deberían dolerle prendas a la izquierda abertzale para reconocerlo. Y también algo hizo bien la hornada de los Txillardegi, Madariaga, Krutwig, Etxebarrieta y demás seguidores, aunque eso todavía le cueste reconocerlo a mi camarada Anasagasti.
Pero en lo que sí coincidimos, y ese es el objetivo principal de este libro, es en la necesidad de una República Vasca Independiente, o algo que se le parezca mucho. En recuperar la territorialidad de los siete territorios; en la salvación de nuestra lengua; en mantener nuestras señas de identidad y en responder como pueblo a los embates centralizadores y a los retos del océano globalizador, que, si no remamos algún trecho juntos, puede tragarse la trainera vasca como si fuera una cáscara de nuez.
Obligación de todo patriota es intentar recomponer los puentes rotos entre abertzales, conscientes de que desde las dos orillas vamos a tener que utilizarlos. Por eso valía la pena editar este libro y por eso vale la pena leerlo.
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