Un estado inservible: La Dana y el derrumbe de lo publico
Domingo 3 de noviembre de 2024
Reproduzco este artículo de Rafael Jiménez Asensio:
A todos que han padecido los efectos de la terrible Dana, en especial a los familiares de las víctimas y a toda la ciudadanía de las poblaciones devastadas, doblemente afectados por los fenómenos de una naturaleza que se rebela ante los excesos humanos que han terminado por quebrar su equilibrio y por la incompetencia política y la mala gestión por parte de los responsables públicos de una crisis que se pudo y se debió atenuar en sus terribles efectos de haber funcionado cabalmente los recursos públicos predictores, preventivos de riesgos y de coordinación y gestión de catástrofes que un verdadero Estado que así se precie debe tener siempre activos
En estos terribles días, tras los brutales efectos de la Dana en varias partes del territorio nacional, con particular crudeza (por el número de víctimas y devastación) en la Comunidad Valenciana, los testimonios y las imágenes, así como el consiguiente cabreo ciudadano, se multiplican. Lo que ha quedado meridianamente claro es que en España el Estado no funciona en aquellos momentos críticos en los que se torna más necesario. Se mostró con crudeza sin par en la larga pandemia, pero se hicieron -como ahora se hará, cuando las secuelas del temporal amainen- oídos sordos por parte de una endogámica, amén de sectaria, clase política y de un fragmentado e ineficiente ovillo de administraciones públicas, que funcionan cada una a su bola, también encerradas en su propia endogamia y autocomplacencia, sin nadie que haga de director efectivo de una ruidosa y carísima orquesta de instrumentos desafinados y muchos de ellos inutilizables.
Durante la pandemia me cansé de escribir entradas en mi ya cerrado Blog, La Mirada Institucional, poniendo de relieve una y otra vez que los estúpidos mensajes de unos gabinetes de comunicación de baratijas de los ineficientes políticos españoles, eran un insulto a la inteligencia: “saldremos más fuertes”; “no dejar a nadie atrás”, etc. Todo fue mentira. También se acumularon los cadáveres (muchísimos entonces y centenares ahora), además de quienes, por lo común, menos capacidad de respuesta tenían.
Y, a partir de ahí, los píos y falsos deseos de mejorar el evidente caos de lo público (ya no se puede hablar de “sistema”) y de convertir al sector público en tractor (estúpida expresión) de la recuperación, pronto mostraron sus costuras rotas. El poder central, tras un protagonismo estelar en sus inicios, le vio las orejas al lobo, y se puso de perfil con un burdo e ineficiente sistema denominado con el necio eslogan (otra baratija comunicativa) de cogobernanza. Un auténtico pleonasmo, que esconde no saber qué es la Gobernanza. Se pasó la pelota a esa constelación de lo que se han convertido con el paso del tiempo como cantones autárquicos que se denominan Comunidades Autónomas, donde cada señor feudal hacía de su capa un sayo, solo corregido el despropósito con Comisiones intergubernamentales de pretendida coordinación, más bien gallineros de intereses políticos contrapuestos, donde amigos y enemigos no conciertan nada, pues como ya se sabe -se ha mostrado estos días fehacientemente- se impuso el pérfido refrán de “al enemigo ni agua”. Decenas de miles de personas viven de la política en España y pocas veces a lo largo de la Historia de este país tal política ha sido tan impotente.
En una situación de normalidad, el mal funcionamiento de los servicios públicos ordinarios, esto es, los propios de una situación de normalidad (transporte, sanidad, educación, seguridad ciudadana, justicia, etc.), se advierte de modo individual o localizado, aunque a veces estudios e informes solventes (algunos internacionales, siempre los más objetivos) ponen de relieve que ese irregular y costoso modo de gestión de ciertas políticas es sencillamente bochornoso o poco edificante. Pero al surgir una situación de excepción, como sin duda fue la acaecida en varias Comunidades Autónomas, especialmente en la Comunidad Valenciana, es cuando se pone de manifiesto que la gestión política y ejecutiva de lo público es mucho más lamentable y muestra unos agujeros impropios de cualquier país que pretenda llamarse europeo.
La política española se halla en la actualidad en el cénit de su ineficiencia e inmoralidad, y solo sabe jugar al ratón y al gato, traducción ingenua de la dura contraposición schmittiana que tanto gusta al poder hoy en día entre amigo y enemigo. Y a esa mala política, enquistada en la cultura de los partidos, trasladada a las instituciones e infestada de “personajes” cuyo único motivo existencial es vivir atados a la poltrona o adosados in aeternum a los presupuestos públicos, a quienes solo les interesa estar en el poder, disfrutar de sus oropeles y repartir prebendas o poltronas entre los suyos y sus amigos políticos. Hacer política en España es casi siempre eso: pillar para sí y repartir turrones, como escribió Juan Valera, entre sus amigos políticos, familiares y correligionarios. Lo que le pase a la ciudadanía, siempre vista como servidumbre por unos cada vez más indocumentados gobernantes y su cohorte de lacayos del poder, particularmente numerosa entre plumillas, voceros comunicadores a sueldo, les importa a los políticos y a esos últimos un absoluto carajo, como se ha visto de forma evidente estos pasados días. Y no pondré ejemplos, pues son conocidos. La política en España, un Estado clientelar de partidos químicamente puro, consiste, por tanto, en que los abnegados militantes y amigos del poder alcancen a ser posible un sueldo público de 6 dígitos (o se aproximen a ello), roten indefinidamente en la noria de los puestos “de responsabilidad” política o directiva, sepan o no sepan de qué va eso, y que siempre y en todo caso se dediquen en cuerpo y alma a joder al enemigo, también, por ende, al ciudadano, a quien en su foro interno no pocos desprecian. También en sus peores versiones, que cada vez abundan más, los políticos muestran su versión más oscura, preñada de inmoralidad y abuso de poder, sexo y drogas (no sé si de rock and), así como de no pocos casos de corrupción o de conflictos de intereses. Por no seguir. El poder da tono, posición y visibilidad. Eso es lo que buscan.
Y con esos mimbres se dirigen en este país las Administraciones Públicas, un mosaico informe y desordenado al servicio (pretiriendo la Constitución) no tanto de los intereses generales como de quienes gobiernan circunstancialmente cada nivel territorial. Así no es de extrañar que la dirección profesional sea otro eslogan que la política cínica nunca se ha creído y menos practicado. Dirigidos por amateurs, pasa lo que pasa. Y nada es gratis ni en dinero ni en vístimas. Además, disponemos de un modelo (más bien antimodelo) de (des)organización territorial que cuartea hasta hacerlas irreconocibles las competencias sectoriales, con absoluto abandono de las funciones de coordinación, y que cada palo aguante su vela. Con más de diez mil estructuras gubernamentales y otras tantas entidades del sector público, más de tres millones y medio de empleados públicos o del sector público empresarial y fundacional, España es un país desarticulado en cantones territoriales autárquicos, con sus propios jeques y sus respectivos harenes de directivos públicos nombrados por el poder que se prostituyen sin pudor a las órdenes de quien manda (del puto amo o sus análogos). El denominado “sistema administrativo” o el “sistema de función pública” están en proceso de deconstrucción o de derrumbe programado. Las capacidades ejecutivas o administrativas tanto de la Administración del Estado como de las Comunidades Autónomas o entes locales se están paulatinamente desfondando. Los fondos europeos no fluyen, solo en «circuito cerrado». No entraré a exponer aquí las causas de que se haya llegado a tocar fondo (aunque de puede caer más bajo aún), pues lo he hecho en otros muchos sitios. Un empleo público cuarteado, envejecido, vicarial, con estándares de profesionalización y vocación de servicio púbico descendentes, endogámico, bulímico en derechos y anoréxico en valores, contaminado en su imparcialidad por una política depredadora, con tics del viejo corporativismo y presiones fuertes de clientelismo político y sindical (ambos particularmente voraces), escasamente motivado y con bajo sentido de pertenencia, resulta una herramienta muy deficiente y totalmente inadaptada para afrontar los extraordinarios retos de la recuperación económica, y menos aún los desafíos tecnológicos, de la Agenda 2030 y del cambio climático a los que se enfrentará España en los próximos años y décadas.
Es cierto, sin duda, que han sido los funcionarios públicos de los servicios de emergencia y seguridad, así como los de servicios sociales y defensa, quienes han dado una mejor imagen de compromiso abnegado estos días. Lo de siempre. Pero aquí también hay luces y sombras, que ahora no procede comentar. Por su parte, alcaldes y alcaldesas, y sus respectivos equipos de gobierno, se han desvivido por atenuar los devastadores efectos de la situación sobre una población inerte, además en un momento en que la Administración Local está totalmente fuera de la agenda política y el municipalismo en caída libre. Pero no se trata de ensalzar héroes, que los hay, sino de mostrar las deficiencias de algo que ya no se le puede llamar ni siquiera como “sistema”. Lo público estos días se ha derrumbado en su imagen y en sus obras. Se ha deslegitimado a ojos de la población. Han dado un espectáculo lamentable. La extraordinaria solidaridad ciudadana ha atenuado algo -con sus limitadas herramientas y su denodado voluntarismo- la inacción, falta de coordinación, impericia directiva o gestora de unos poderes públicos, que solo se denominan así ya porque se nutren de unos presupuestos alimentados precisamente con el esfuerzo y trabajo de una desarmada ciudadanía a la que han abandonado a su propia suerte.
Hay quienes piensan que esto tendrá un antes y un después. Y que habrá reacciones desde la política. Lo dudo. No pasó en la pandemia y mucho me temo tampoco pasará ahora. Hemos llegado a un punto de no retorno, de mala política y mala Administración sistémica (esto último lo reconocen incluso las defensorías del pueblo) que nadie sabe ni quiere reparar, pues eso requiere otra forma de hacer política, unas profundas reformas del sector público, así como decisiones valientes (esto es, políticos con coraje) y liderazgos éticos, que -con todos mis respetos- no aparecen por ningún lado. Ni están, ni se les espera. Un escenario horrible para un Estado con unos fallos sistémicos cada vez más graves; pero especialmente para una ciudadanía española que no se merece tal dejadez irresponsable, este maltrato, ni el delictivo abandono de la que ha sido objeto. Tal vez, ese pueblo al que tanto se apela, algún día estallará. Como dijo el ensayista y urbanista Paul Virilio, “toda revolución se hace en la ciudad”. Así ha sido siempre, y tales procesos surgieron a veces por cuestiones de mucho menor impacto que las acaecidas estos días, de una gravedad supina. Tomen nota.
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