Domingo 26 de noviembre de 2023
A José María Gil Robles en 1936, jefe de la Ceda (Confederación española de Derechas Autónomas) le llamaban El Jefe, remedo de El Duce y el Fuhrer. En las elecciones del 16 de febrero de 1936 fue a las elecciones con el lema de “A por los trescientos”. Tras el llamado “bienio negro”, se veía con 300 diputados y desde aquella derecha mussoliniana, mandar la República al basurero. Sin embargo ganó el Frente Popular con 263 diputados contra el Frente Nacional con 156. Aquel Frente Frankenstein, en lenguaje de Rubalcaba, con todas las izquierdas republicanas metidas en dicho hormiguero le dieron un buen meneo y un buen disgusto a las aspiraciones de Gil Robles. El PNV que se había negado a formar parte de la Ceda tuvo un espléndido resultado. Constituido el nuevo Congreso logramos resucitar la ponencia del estatuto donde estaban, entre otros, el diputado Agirre, Indalecio Prieto y Calvo Sotelo que para junio había dictaminado en Comisión el proyecto estatutario. Gracias a este trabajo, cuando Largo Caballero le pidió al EBB un ministro para su gobierno, el PNV puso como condición se aprobara en el pleno del Congreso el estatuto que ya estaba dictaminado en Comisión. Y fue en virtud de aquel acuerdo, con el Madrid sitiado, cuando se reúne el Congreso republicano por última vez y el 1 de octubre de 1936, aprueba nuestro primer estatuto de la historia. No estábamos ni con la Ceda ni con el Frente Popular, y además el ambiente en el Congreso y en la ciudadanía era irrespirable. Era la España de Machado que helaba el corazón. Violencia en la calle, violencia verbal, violencia física y una Europa con los fascismos en auge. Conclusión, golpe militar el 18 de julio de aquel año. Pero el PNV no fue con aquellas derechas golpistas ni con los Cruzados. Le costó caro. Primaron la decencia y los principios. Era cuestión de avanzar aferrado al mástil, como Ulises, sin caer en los cantos de sirena.